Las facultades de derecho españolas, los constitucionalistas peninsulares y la mayoría de nuestros publicistas nos han acostumbrado a entender la Constitución española (cualquier constitución, de hecho) como un texto sacro, como la materialización del contrato democrático fundacional (en España, el año 1978) y, por lo tanto, como la garantía directa y última de las libertades y derechos de los ciudadanos.

La realidad, sin embargo, es otra. Las palabras concretas de una (cualquiera) constitución no garantizan mecánicamente el cumplimiento de los derechos que se listan en sus artículos, de los compromisos que se explicitan o de las promesas que se hacen. La realidad, que es más compleja que cualquier texto legal, excede este último casi siempre: de lo contrario no nos harían falta jueces ni abogados. Toda palabra o expresión es susceptible de una interpretación polisémica. Y la vida misma se encarga de generar situaciones imprevisibles para el padre constitucional o legislador de turno. El año 1978, por ejemplo, el ordenador personal, recién inventado, parecía una herramienta inútil; los periódicos digitales no existían; Twitter, y sus múltiples posibilidades, no llegaba ni al estadio de quimera. Por todo eso, la aplicación y despliegue de cualquier texto constitucional dependen, en último término, de la estructura de poder y de los mecanismos de decisión que se describen en la constitución correspondiente. Dependen, en otras palabras, de quién haya sido definido como árbitro o árbitros de la interpretación del texto constitucional.

Como es bien sabido, la Constitución americana estableció, en línea con la teoría política del momento, un sistema de división en tres poderes ―ejecutivo, legislativo y judicial―, especificando sus funciones y competencias respectivas. Entre otras facultades, el Congreso americano fue investido con la competencia de regular el "comercio con Naciones Extranjeras, entre varios Estados [de la Unión] y con las Tribus Indias" (art. 1, sección 8, cláusula 3). Como la definición y el alcance del término "comercio" son completamente imprecisos, el Tribunal Supremo (TS), máximo órgano del poder judicial americano, tuvo que intervenir muy pronto para establecer qué actos legislativos eran o no constitucionales. Inicialmente y hasta el año 1937, el TS tendió a distinguir entre "comercio" (como flujos de bienes y servicios) y "producción" en la actividad económica, restringiendo la capacidad competencial del gobierno federal al primero y dejando la regulación de la "producción" en manos de los estados. Con esta doctrina en la mano, los magistrados americanos bloquearon una parte importante de la legislación del "New Deal" de Franklin D. Roosevelt por entender que invadía la esfera competencial estatal. Sin embargo, y en reacción al anuncio del presidente americano de ampliar el número de magistrados en el TS (la Constitución no establece ningún número fijo) y de hacerlo nombrando a jueces favorables al New Deal, el TS existente decidió cambiar de opinión para incluir la "producción" económica como una parte del "comercio interestatal" y, por lo tanto, susceptible de ser regulada por el Congreso y las agencias federales. El TS se "dobló" estratégicamente a la amenaza de Roosevelt, pero, haciéndolo, preservó su posición casi hegemónica al sistema constitucional americano. Desde entonces, el TS ha tomado casi todas las decisiones políticas más importantes de los Estados Unidos ―como el fin a la segregación escolar, la legalización del aborto (un derecho no contemplado en la Constitución), la redefinición del concepto de matrimonio y familia o los límites del sistema público de salud―.

La Constitución española (con un texto de más de 17.000 palabras) es mucho más larga que la americana (4.543 palabras, incluidas las firmas y excluidas las enmiendas). La lógica, sin embargo, es la misma. Como que establece los mecanismos de decisión tanto para legislar como para juzgar la constitucionalidad de la legislación, determina cuál es la interpretación de la Constitución que prevalece: la de aquella parte que controla los mecanismos de arbitraje político final en el Estado.

Como consecuencia de la atribución de un mínimo de dos diputados en cada provincia, las circunscripciones provinciales pequeñas se encuentran sobrerrepresentadas en el Congreso de los Diputados

La relación entre población y representación política en el estado español es extremadamente sesgada. Como consecuencia de la atribución de un mínimo de dos diputados en cada provincia, las circunscripciones provinciales pequeñas se encuentran sobrerrepresentadas en el Congreso de los Diputados. Cada diputado electo de Soria representa a unas 45.000 personas. De Madrid, a unos 180.000. Las 40 provincias más pequeñas suman, aproximadamente, un 40 por ciento de la población española, pero controlan más del 50 por ciento de los escaños del Congreso de los Diputados. España es, en Europa, el tercer país en el ranking de estados con representación distorsionada en su cámara baja. En el mundo, el decimosexto. En el Senado, la diferencia es todavía más dramática: un 20 por ciento de la población española elige a la mitad de los senadores escogidos por elección directa.

La sobrerrepresentación, de provincias rurales, diseñada explícitamente el año 1977 por el gobierno Suárez y después aceptada en la primera legislatura democrática, explica el sistema de flujos financieros interterritoriales que han existido, sin muchos cambios, desde los años ochenta. Y explica, también, la posición sobredimensionada de los grandes partidos mayoritarios, especialmente fuertes en los distritos electorales pequeños. Unos partidos que, por su tamaño, son imprescindibles para escoger a los miembros del Tribunal Constitucional: como indica el artículo 159 de la Constitución, el Congreso y el Senado eligen a cuatro cada uno por mayoría de tres quintas partes; el gobierno elige a dos y el Consejo General del Poder Judicial (con todos sus vocales elegidos por las Cortes), dos más. En este sistema, Catalunya no cuenta, ni por población y todavía menos por representación política, con ninguna capacidad de bloqueo. La suma de las naciones y nacionalidades periféricas (contando, con un cálculo generosísimo y, de hecho, artificial, el País Valencià y las Balears además del País Vasco y Galicia), tampoco.

Entre una buena parte de la intelectualidad orgánica de este país se ha impuesto el relato de la demanda de independencia y de los intentos de alcanzarla, directamente o indirectamente, mediante elecciones plebiscitarias y la celebración del referéndum del 1-O, como el producto de una confabulación de unos políticos irresponsables, guiados por la ambición de poder y por emociones irracionales. El relato debe vender porque tiene un cierto toque populista, casi fácil, cuestionando un "establishment" político que va de dejar de pensar en el bienestar real de la gente.

Su fundamentación es, sin embargo, muy débil. La crisis constitucional que arrastramos, explícitamente desde la sentencia del 2010, implícitamente desde el mismo momento de la aprobación del primer estatuto de autonomía de 1979, tiene unas bases objetivas claras. Con un Tribunal Constitucional dominado, por aplicación estricta de las normas constitucionales aprobadas el año 1978, por partidos de obediencia estatal, la mayoría nacional es el árbitro final de todas las normas estatutarias. La minoría nacional catalana se encuentra, en cambio, falta de toda garantía real en el ejercicio de su autogobierno ―y, por eso mismo, obligada constantemente a organizarse, agitar la vida política y, si es posible, a autodeterminarse y salir de la jaula constitucional―.

Si estos articulistas críticos con el procés independentista quieren ayudar de verdad a resolver la situación de impasse en que nos encontramos, tienen que entender y aceptar que las acciones de la clase política dirigente catalanista (o, incluso la española) no son un mero ejercicio voluntarista sino el resultado directo del entramado institucional injusto que gobierna la relación entre Catalunya y España. Y que, si no se deshace, una nueva clase política se verá abocada a repetir el mismo camino que ya se ha empezado.