Durante años, Pedro Sánchez ha conseguido algo que muy pocos líderes políticos contemporáneos han logrado sostener sin fisuras: una apariencia de invulnerabilidad. No una simple fortaleza electoral o una habilidad táctica por encima de la media, sino una imagen de dirigente capaz de atravesar crisis que habrían derribado a cualquiera y salir de ellas reforzado. Esa percepción, cuidadosamente fabricada, se apoyaba en un relato repetido hasta convertirse en sentido común: Sánchez no caía, Sánchez se rearmaba; Sánchez no retrocedía, Sánchez giraba; Sánchez no se defendía, Sánchez sobrevivía. Su política, en ese marco, era la del superviviente, la del estratega que transforma cada golpe en una oportunidad.
Pero 2025 ha sido el año en que ese hechizo ha empezado a deshacerse. No por un único acontecimiento definitivo, sino mediante un proceso lento y acumulativo de erosión, que, precisamente por eso, resulta más difícil de revertir. La fortaleza no se pierde cuando el líder cae; se pierde cuando, sin caer, deja de parecer inevitable. Ese cambio psicológico es el preludio más fiable de un año peor. Porque cuando se quiebra la intuición colectiva de que alguien siempre encontrará la salida, ese alguien queda expuesto a la realidad en su forma más simple: ya no gobierna la percepción, solo administra el tiempo.
Lo ocurrido en este año que termina no puede explicarse como una mala racha, sino como la manifestación de un desgaste interno del propio modelo. Sánchez ha gobernado desde una lógica muy específica: centralización de decisiones, control del relato, identificación sistemática de la crítica con la hostilidad, multiplicación de pulsos con adversarios y aliados y un uso constante del conflicto como elemento de cohesión. Mientras esa fórmula produce resultados, se confunde con liderazgo. Cuando empieza a fallar, revela su verdadera naturaleza: un sistema sostenido en la tensión, que necesita confrontación para justificarse. Lo que 2025 ha mostrado es que el país empieza a cansarse de esa manera de convertirlo todo en una batalla.
La figura de Sánchez ha sido, desde el principio, una construcción en la que el poder se confunde con la narrativa. El célebre “manual de resistencia” no fue solo un título: funcionó como un instrumento cultural. Le permitió presentar su supervivencia como épica, su permanencia como superioridad moral y su astucia como destino. Pero ese mecanismo tiene límites. El relato del superviviente funciona mientras el público siente que el superviviente lucha por algo más que por sí mismo. Este año, ese punto se ha debilitado. El estilo que antes se interpretaba como audacia se percibe cada vez más como cálculo. Lo que antes era flexibilidad se asemeja demasiado a una ausencia de principios claros. Y lo que antes se justificaba como capacidad de negociación empieza a verse como una cultura política basada en el intercambio permanente, en la dependencia constante del siguiente pacto y en una gobernabilidad estructuralmente precaria.
Sánchez sigue en pie, pero ya no parece indestructible
Esa mutación tiene una consecuencia decisiva: Sánchez sigue en pie, pero ya no parece indestructible. Y esa diferencia, que puede parecer sutil, es enorme. La política no se decide solo por votos: se decide por atmósferas. Cuando un líder pierde la sensación de que todo lo controla, el resto de los actores empiezan a comportarse como si no lo controlara. Y esa conducta ajena acelera el deterioro, porque el poder no es solo el ejercicio de la autoridad, sino la expectativa de continuidad.
Un indicador relevante de este cambio ha sido la transformación del ecosistema mediático que durante años le ha servido de coraza. No es ningún secreto que Sánchez ha contado con un cinturón de medios dispuesto a amortiguar contradicciones, a justificar decisiones polémicas y a modelar el debate público en términos funcionales al Gobierno. La novedad de la parte final de 2025 es que ese acompañamiento ha dejado de ser un coro y empieza a parecer una suma de voces aisladas que cantan demasiado alto para compensar el silencio creciente de otras. El entramado se estrecha, y la defensa se vuelve más nerviosa, precisamente porque es más escasa.
La causa no es ideológica: es de supervivencia. Muchos medios han entendido que asociar su credibilidad empresarial y profesional al destino de Sánchez es una apuesta demasiado arriesgada en un escenario donde la incertidumbre crece. La fidelidad mediática, cuando se convierte en dependencia, deja de ser convicción y se transforma en inversión. Y cuando una inversión empieza a oler a desgaste, busca alternativas, se repliega o se protege. Quedan quienes no pueden salir. Quedan quienes han vinculado tanto su destino al del presidente que, si él cae, ellos caen con él. Ese núcleo duro no solo se mantiene: se endurece. Pero ese endurecimiento produce un efecto inverso porque refuerza la percepción de que ya no se trata de acompañamiento, sino de militancia interesada.
Ese estrechamiento mediático arrastra otro fenómeno: la pérdida de la capacidad de fijar el marco. Sánchez ha sido fuerte mientras ha logrado organizar la discusión pública alrededor de su guion y deslegitimar la crítica con facilidad. Este año, ese control ha empezado a fallar. La agenda se le escapa con más frecuencia. Las crisis ya no se reconducen con la misma rapidez. Las explicaciones ya no bastan. Y cuando el relato deja de cerrarse, la grieta se vuelve visible: la gente empieza a ver el mecanismo, no el truco.
Pero el síntoma más serio no está fuera, sino dentro. Todo poder personalista llega a un momento en que el propio entorno empieza a preguntarse, sin decirlo, cuánto costará seguir cerca del líder. En 2025, y especialmente en los últimos meses del año, se ha observado con mayor nitidez ese movimiento: dirigentes que no rompen, pero que marcan distancia; que no se rebelan, pero que protegen su futuro. El ejemplo de Salvador Illa es, probablemente, el más ilustrativo, no porque se trate de una oposición interna, sino porque encarna el cálculo interesado de quien entiende que, aun formando parte del núcleo político del líder, necesita respirar con autonomía y ofrecer una imagen diferenciada o, incluso, alejada de aquel al que hasta ahora ha apoyado incondicionalmente. Ese gesto, en apariencia menor, es un signo político mayor: cuando una organización territorial intenta despegar su destino del líder central, es porque ha empezado a contemplar la posibilidad de que ese destino ya no sea necesariamente expansivo.
Este año también ha cambiado algo aún más significativo: la forma en que se percibe la crítica. Durante mucho tiempo, cuestionar a Sánchez, su estilo o su manera de ejercer el poder implicaba quedar automáticamente etiquetado como enemigo, reaccionario, extremista o parte de una conspiración. La crítica democrática fue empujada a los márgenes y deslegitimada. Quienes advertíamos que ese modelo implicaba degradación institucional, normalización del abuso, uso partidista de las instituciones y una relación instrumental con los principios, éramos vistos como rarezas, como obstinados, como “perros verdes” o, sencillamente, como sospechosos.
En 2025 esa mirada ha empezado a cambiar. No porque el país se haya vuelto súbitamente más lúcido, sino porque la acumulación ha generado un efecto de reconocimiento. Muchas personas, incluso algunas que apoyaron al presidente con convicción, comienzan a preguntarse si el “manual de resistencia” no ha sido también un manual de ocupación del espacio público, de polarización útil, de gestión del miedo y de sustitución de la política por la comunicación. Empiezan a cuestionar no solo el qué, sino el cómo. Y, sobre todo, empiezan a entender que una democracia se deteriora más por los métodos normalizados que por los excesos puntuales.
Ese desplazamiento de percepción tiene un efecto crucial: quienes criticábamos desde la coherencia democrática empezamos a ser vistos menos como excepciones extravagantes y más como lo que siempre hemos sido. No hemos cambiado nosotros: ha cambiado el clima. Y cuando el clima cambia, el poder pierde una de sus armas más eficaces: la capacidad de aislar al disidente y presentarlo como irrelevante.
En este balance final, lo más preocupante para Sánchez no es el año que termina, sino lo que anuncia. La pérdida de imbatibilidad no se repara con una maniobra táctica ni con una nueva campaña comunicativa. Se repara con autoridad política genuina, con credibilidad renovada, con una relación distinta con el poder. Y precisamente ese es el punto: Sánchez no ha demostrado este año capacidad de cambio, sino insistencia en el método. Y cuando un líder insiste en el método que lo condujo al desgaste, lo que obtiene no es recuperación, sino aceleración.
Por eso 2025 no es un bache, sino una advertencia. Ha sido el año en que Pedro Sánchez ha dejado de parecer inevitable, aunque la oposición siga teniéndole miedo. Y cuando un líder deja de ser inevitable, la ciudadanía empieza a comportarse como si ya se pudiera imaginar un día sin él. Esa imaginación colectiva, una vez activada, es prácticamente irreversible. El problema para Sánchez es que su fortaleza siempre fue, más que institucional, psicológica. Y cuando esa fortaleza psicológica se agrieta, la historia se vuelve más simple: no es que el líder caiga, es que los ciudadanos dejan de creer que no puede caer. Y en ese momento, el año que viene no es una continuación: es un escenario más hostil, más incierto y, para él, mucho más peligroso.