En el año 2007 los entonces jóvenes políticos británicos Jeremy Hunt y Greg Clark, ambos miembros del partido Conservador del Reino Unido, publicaron un interesante artículo, o breve ensayo, llamado "¿Quién es progresista ahora?" (Who is progressive now?) en el que con gran brillantez venían a redefinir el concepto de progresismo y a adueñarse no solo del mismo sino, también, del espacio político que este representaba.

En pocas páginas, entre Hunt y Clark lograron desplazar al partido Laborista hacia un extremo del tablero político dando a entender, y haciendo creer, que las auténticas ideas y políticas progresistas eran las del partido Conservador y que, por eso, eran ellos y no otros los llamados a ocupar el espacio del progresismo y a ser los legítimos merecedores de tal calificativo, con lo que ello tenía en el imaginario de un amplio sector de la población británica de entonces.

De golpe, se redefinió el espacio político británico sin que nadie del partido Conservador se hubiese movido ni un centímetro de las posiciones en que lo había colocado la dura Margaret Thatcher y eso fue un gran ejercicio tanto de comunicación política como de cinismo que, además, terminó cuajando y del cual sacó provecho durante muchos años todo el conservadurismo del Reino Unido.

Básicamente, Hunt y Clark lo que venían a decir es que “Progresista” no es un término de izquierdas o de derechas, sino que implicaba un movimiento positivo para mejorar, y la política debe querer cambiar las cosas para mejor si es que pretende tener algún sentido.

Para ellos, lo relevante era que en el Reino Unido había una tradición o tendencia, durante años, de demonizar al “conservador” como alguien que no se preocupa por la sociedad, que se caracterizaba por ser ambicioso, egoísta o individualista y, de alguna manera, venal y desagradable cuando, en realidad, no había nada más progresista que los conservadores británicos y las ideas que ellos defendían.

De pasada, también redefinían conceptos tales como redistribución, solidaridad, igualdad y tantos otros que chocaban directamente con el nuevo concepto de progresía que pretendían implantar; lógicamente, y siempre desde un gran cinismo, esas ideas calaron porque eran sencillas de aceptar por los propios conservadores y, también, porque eran fáciles de “vender” o instalar en el imaginario de amplios sectores de una sociedad que, en esos momentos, estaba profundamente desconcertada.

Siguiendo la técnica, y también la táctica, de Hunt y Clark en España, aunque seguramente ni tan siquiera los conozcan ni hayan leído nada de lo que ellos han escrito, en España se ha vivido y se está viviendo un fenómeno de similares características que tiene por protagonistas a una serie de individuos, grupos de poder, partidos y espacios políticos que, proviniendo del franquismo se han instalado en lo que se ha dado en llamar el “constitucionalismo.

Como si se tratase de los demócratas de toda la vida, se han apropiado de la Constitución, del concepto —constitucionalismo—, de los emblemas y, sobre todo, de un espacio político que se suponía reservado u ocupado por quienes a la muerte de Franco proponían un cambio de régimen, una modificación integral del sistema y un viraje definitivo hacia valores reprimidos por muchas décadas.

En España se ha vivido y se está viviendo un fenómeno que tiene por protagonistas a una serie de individuos, grupos de poder, partidos y espacios políticos que, proviniendo del franquismo se han instalado en lo que se ha dado en llamar el “constitucionalismo”.

Así, posicionándose como los únicos y auténticos defensores de la Constitución y de sus valores, han redefinido no solo el texto constitucional sino, sobre todo, el sentido de cada uno de sus términos con lo que ello tiene de rebaja y degradación de los estándares democráticos.

En un movimiento muy hábil han afranquizado una Constitución que fue pensada, o eso creíamos, para salir del Franquismo y avanzar en un proceso de transición a la democracia e integración en el entorno geopolítico europeo. La redefinición de conceptos y la reinterpretación del articulado constitucional ha permitido, por una parte, redefinir el texto constitucional y, de otra, redirigirlo hacia una visión del Estado que, cada día más, cuesta identificar con una democracia.

No es que la Constitución dijese y pretendiese lo que ellos promulgan, sino que, mediante la apropiación del texto, de los emblemas y del concepto la han modificado porque, desde un comienzo, les resultaba molesta y contraria a sus propios intereses, a los intereses que siempre habían defendido.

Posicionados como los auténticos intérpretes de la Constitución, como los “constitucionalistas” de verdad, redefinieron el espacio político democrático y están cincelando la sociedad, o a una mayoría de esta, para darle una forma que, analizada desde una perspectiva histórica, resulta más franquista que aquella que salió del franquismo.

La apropiación del concepto y del espacio por parte de quienes son los mayores dinamiteros de un texto, sin duda mejorable, que si era correctamente interpretado daba espacio para una mejor y más sana convivencia. Hoy, después del paso de los “constitucionalistas” resulta difícil plantear una simple mejora porque ya nada se entiende, se interpreta ni se siente como dice la letra del texto sino como nos lo han hecho ver esos falsos demócratas.

El éxito de tan pérfida estrategia política es evidente y por ello llevamos años viendo cómo, un día sí y otro también, los propios medios de comunicación terminan asumiendo como válida la tensión entre, por ejemplo, “constitucionalistas” e “independentistas” o entre “constitucionalistas” y “antisistema” cuando, analizado objetivamente, los auténticos constitucionalistas somos, justamente, aquellos a quienes se nos presenta como contrarios a la constitución, como enemigos del sistema.

Es un error pensar, y hacer creer, que es propio de defensores de la Constitución interpretarla a la luz de lo previsto en su artículo 2 —de la indisoluble unidad de la nación española— o que el resto de los derechos económicos, sociales, políticos y humanos son modulables, restringibles e incluso suprimibles en función de esa indisolubilidad nacional, lo que es tanto como negar la esencia misma de ese texto tras el cual llevan tantos años parapetados y en cuya defensa tantas aberraciones se justifican.

Es un error pensar, y hacer creer, que es de constitucionalistas, o de auténticos defensores de la Constitución, vulnerar derechos tan básicos como el del juez predeterminado por Ley, el de presunción de inocencia o el del juez imparcial, por solo citar algunos o que esas restricciones o vulneraciones de derechos fundamentales son parte del sacrificio que hay que hacer para defender la sacrosanta unidad nacional, que sería el principal valor de la Constitución, cuando no lo es.

Es un error pensar, y hacer creer, que es de constitucionalistas el usar y abusar de los recursos públicos y de las instituciones para perseguir a todo aquel que no comulgue con la sacrosanta unidad nacional.

La redefinición de conceptos y la reinterpretación del articulado constitucional ha permitido, por una parte, redefinir el texto constitucional y, de otra, redirigirlo hacia una visión del Estado que, cada día más, cuesta identificar con una democracia.

En realidad, lo auténticamente constitucional, lo que es de auténticos constitucionalistas es justo lo contrario; es decir, lo que el texto constitucional permitía y garantizaba, en su correcta y democrática interpretación, era exactamente lo opuesto a lo que se viene haciendo por parte de los mal llamados “constitucionalistas” porque es dentro de ese texto constitucional donde cabían todos y cada uno de los deseos de aquellos a quienes ahora se nos define como antisistema y, también, como independentistas.

Hablar catalán o euskera no era contrario a la Constitución, se trataba de lenguas oficiales porque así lo establecía la Constitución que, además, decía que “la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”; pero desde la apropiación del concepto y del espacio constitucional por parte de los herederos del franquismo, derechos tan básicos como estos pasaron a ser no ya pecados sino auténticos delitos.

El derecho a decidir, incluso pasando por el deseo de marcharse, tenía pleno encaje constitucional y lo único que no cabía en la Constitución era prohibirlo; sin embargo, y desde que aquellos que a la muerte de Franco se escondieron a la espera de mejores tiempos se han apropiado del concepto y del espacio, este tipo de derechos también pasó a ser una suerte de crimen de lesa constitución.

El problema de la sistemática instalación de tal visión de la realidad, en la que los franquistas son definidos y aceptados como “constitucionalistas”, es que se termina por desgastar un texto constitucional hasta terminar por deslegitimarlo como marco de convivencia y cabida de todas las aspiraciones ciudadanas.

Hoy, y gracias a los “constitucionalistas”, la Constitución no parece reformable sino más bien un auténtico impedimento para la supervivencia y consolidación de un estado democrático y de derecho.

En definitiva, la dinamitación de la Constitución por parte de esos mal llamados “constitucionalistas” obliga a que todo auténtico “antisistema” —en realidad demócrata— busque salidas alternativas que van desde un proceso constituyente hasta la secesión porque, en realidad, lo único que termina no teniendo encaje con una visión democrática de la vida es el seguir defendiendo como propia una Constitución de la que ya se han apropiado, probablemente de forma definitiva, aquellos que, autoproclamándose y ya siendo reconocidos como “constitucionalistas” no han sido otra cosa que sus dinamiteros.