El día de la Inmaculada estaba sentada con unos amigos en la plaza Olavide, en Madrid, y procuré explicar el problema que tengo con la ciudad en cuestión. La respuesta rápida de los españoles y de los catalanes acomplejados de la mesa fue presuponer que mi mirada cargada de prejuicios separatistas era incapaz de admirar las cualidades positivas de la capital del Estado. En realidad, sin embargo, esta conclusión hablaba más de sus prejuicios que de los míos, porque nacía de la idea de que solo se puede ser desacomplejadamente catalán habiendo pasado por una reprogramación cerebral que te aboca al sectarismo, a la amargura vital y a la distorsión de la realidad. Pero el deslumbramiento que algunos catalanes invertebrados —y los españoles no madrileños, de manera más o menos transversal— viven con la ciudad castiza es la ilusión definitiva, porque está construida políticamente para menospreciar la raíz y enaltecer el poder institucional, estableciendo una relación de vasallaje cultural, lingüístico, estético y prácticamente espiritual que es el artificio verdadero.
El problema que tengo con Madrid es que es una ciudad que no me creo, porque tiene un pasado más corto que la herencia inmaterial que se me ha legado como catalana. Porque tiene una identidad lánguida ideada dolosamente, barnizada de una globalidad vacía que aún nadie ha conseguido explicar bien qué fondo tiene. Me paseo por ella y pienso que estas son las calles de cartón piedra concebidas para hipnotizar a quienes no han sabido entender y amar todo lo que ya tienen. Se me hace imposible no establecer a cada paso la comparativa con Barcelona y no adivinar, aún más, la insustancialidad del decorado hecho para atraernos y, posteriormente, someternos. En la capital catalana, todavía hoy y a pesar de todos los males presentes por resolver, cada esquina explica tensiones históricas de todo tipo que la han ido tejiendo como un tapiz, como una geografía que se frota con la colectividad hasta que es imposible distinguir dónde empieza la una y dónde acaba la otra. Como un caldo que ha cocido a fuego lento durante siglos adquiriendo un gusto sin parangón. Como un organismo que ha ido mutando hasta contraer un alma al margen de las almas individuales y pasajeras de quienes se llaman ciudadanos hoy.
Para poder castellanizar Barcelona y convertirla en un elemento más a favor de la castellanización, es necesario borrar de la ciudad todo aquello que la ligue a la catalanidad
Madrid es el elemento central de la asimilación castellana que instituciones y estructuras de poder promueven dentro del Estado español, y el enaltecimiento del artificio es la manera de hacerlo pasar por natural: de hacerlo pasar por espejo definitivo desde donde contemplar la propia identidad. La estructura ideológica, política y cultural —y judicial, y económica, e institucional— que apuntala el invento es fuerte, pero, al estar ahí, cualquiera que conserve una pizca de autoestima se da cuenta de que es invento. Que Barcelona y Catalunya están unidos por una nación que existía antes de que existiera un proyecto estrictamente político que los articulara en conjunto, y que la capital y el país ofrecen una trascendencia de sentidos a la identidad individual que Madrid, como catalán, solo puede ofrecer si ideológicamente estás predispuesto a recibirlos: si lo aceptas como elemento asimilador en detrimento de aquello que quiere asimilar.
Para poder castellanizar Barcelona y convertirla en un elemento más a favor de la castellanización, es necesario borrar de la ciudad todo aquello que la ligue a la catalanidad, porque también es todo aquello que le otorga alma. La catalanidad es lo que protege a Barcelona de convertirse en una versión gigante de La Roca Village. O de Las Rozas Village. Los barceloneses que no dimiten de su catalanidad son los que están poniendo el cuerpo para que el vínculo perdure y Barcelona pueda seguir entendiéndose como capital de la nación. Lo hacen con unas instituciones que les trabajan en contra, porque trabajan para vaciar la ciudad de su alma y poder borrar el tapiz que descubre Madrid como artificio. Y lo hacen en nombre de la globalidad porque saben que en un mundo de apariencias y de gente poco sólida, siempre parece que disolverse sale más a cuenta que defenderse. Barcelona todavía me explica y Madrid no me podrá explicar nunca, y revertir esto es lo que de verdad me pediría una reprogramación radical. Pero desarrollarlo tomando un café con leche en una mesa con gente poco dispuesta a admitirlo me pareció una pérdida de tiempo. Por suerte o por desgracia, a vosotros siempre os tengo aquí, dispuestos a leer.