“Ganar o aprender”, escribió Joan Tardà en un artículo reciente. Habría podido escribir “socialismo o barbarie” o “socialismo o muerte”, que son dos tópicos de la izquierda de los años sesenta. Pero no. Tardà resumió su posición actual, que las redes sociales nos descubren que recibe la crítica contundente de una parte de la militancia de ERC, con ese “ganar o aprender” que opone a “ganar o perder” que atribuye, sin mencionarlo, al presidente Carles Puigdemont. ¿Qué es lo que debemos aprender? Tras leer entero el artículo, tengo la sensación de que la lección consiste en resignarnos. Tardà, el bonachón, utiliza al completo la retórica, la conocida poética independentista, para llegar a la conclusión de que más vale que aprendamos a perder. Estoy de acuerdo con Tardà, el comunista, de que el 1-O no fue el final victorioso de nada. De lo contrario, a estas alturas Junqueras sería embajador en el Vaticano y Carles Puigdemont presidente de la República catalana. Todo el mundo sabe qué está ocurriendo. Cualquiera que no esté loco ya sabe que el presidente y el vicepresidente del Govern de 2017 pasarán un montón de años en prisión y en el exilio. Ese será el coste por haber perdido. Pero también será la demostración de que en España, como en Hong Kong o en Cachemira, los demócratas aparentes no admiten soluciones negociadas. Ni con el PP ni con el PSOE. Si olvidamos las “ansias de ganar”, será muy difícil que el independentismo “gane la libertad”, un eslogan muy de los años de la transición que el PSC anterior a la fusión con el PSOE popularizó. Ser “empáticos y resilientes” no nos bastará, aunque lo afirme Raül Romeva, para tener la oportunidad de volver a intentarlo.

Tardà y Rufián —colgados del brazo de los neoconvergentes de verdad, los de los años del 3% que antes aborrecían— se dedican a blanquear al PSOE con un “pensamiento mágico”, por echar mano del calificativo que los intelectuales de la derrota aplican a los independentistas que no se rinden. ¿En qué consiste este “pensamiento mágico”? Pues en difundir una idea completamente falsa: que cuando los independentistas seamos muchos más, Miquel Iceta caerá del caballo como san Pablo y volverá a defender el derecho de autodeterminación como cuando Ernest Maragall era diputado del PSC y Laia Bonet, por citar a alguien que dice ser catalanista y que todavía milita en el partido de Pedro Sánchez, era secretaria del Govern presidido por José Montilla. ¡Qué cosas tiene la política! Ahora la amiga Bonet es teniente de alcalde de un gobierno municipal que se constituyó gracias a los votos de dos concejales de Cs para impedir que Maragall, el independentista, fuera alcalde. Tardà reclama un pacto con el PSC —que sea dicho de paso fueron incapaces de articular por pura soberbia— y en cambio le parece un mal síntoma el pacto de la Diputación de Barcelona. No lo entiendo. O es que quizás debo “aprender” que un pacto es bueno o malo según el partido que lo lidere. Jugar tan mal las cartas tuvo el efecto que quien lo anhelaba todo, ERC, se quedó con las migajas. Y que conste que servidor criticó —y lo explicó por escrito en esta misma columna— el pacto que convirtió en presidenta de la Diputación, un ente que acumula tanto dinero como opacidad, a la socialista Núria Marín.

Volver al catalanismo —que es lo que propone Tardà, el tramposo, porque lo insinúa al rescatar la palabra “catalanista” solo para justificar al PSC—, es retroceder hasta volver al “pensamiento sagrado” del constitucionalismo estatutario

A los políticos aún les queda mucho por aprender. Para empezar, es necesario que aprendan a respetar a los electores. A los propios y a los de los otros partidos. Y también es imprescindible que aprendan a reconocer que se equivocan. Si “no debemos renunciar a la desobediencia” —aunque solo sea un recurso extremo, según Tardà—, entonces ¿por qué no desobedecemos como hacen otros demócratas del mundo ante las arbitrariedades de Trump, Erdogan o Xi Jinping? El 21-D el electorado apoyó al presidente Carles Puigdemont y él estaba dispuesto a desobedecer al Estado para recuperar la presidencia de la Generalitat. La presidencia usurpada por el 155. ERC lo impidió. Se puede decir más alto, pero no más claro. Roger Torrent no respetó la voluntad del electorado y en este sentido se convirtió en cómplice involuntario de los verdugos. Desde entonces vamos dando tumbos. La represión, sobre todo cuando el represor se sabe impune porque tiene el favor de los jueces, como ocurre en todos los estados autócratas actuales que disimulan con un parlamentarismo formal, tiene ese efecto sobre los combatientes menos “resilientes”, tomando prestado otra vez el concepto que usa Romeva, aquellos que viven con el miedo que Peter Handke atribuye al portero ante el penalti. A pesar de que Handke es un gran forofo del fútbol, los que también lo somos sabemos que comete el error de creer que es el portero quien tiene miedo a la pena máxima cuando, en realidad, es a los delanteros a quienes les tiemblan las piernas por si fallan un gol cantado. Al ejecutar un penalti el gol se da casi por hecho y si un delantero lo marca a todo el mundo le parece de lo más normal, pero si falla, si manda la pelota a la grada, en especial cuando el penalti es decisivo para ganar el partido, el error convierte al jugador-héroe en traidor. El futbolista, como los políticos, no puede prever las consecuencias de su acción fallida. Pero a menudo existen. La derrota del Barça en la final de Sevilla de 1986 provocó en el club una profunda crisis institucional y futbolística. La figura inesperada del partido fue el portero del Steaua de Bucarest, Helmuth Duckadam, que a partir de aquel encuentro  pasó a ser conocido como el Eroul de la Sevilia. Más vale ser héroe que convertirse en el criminal de la novela de Handke.

Todavía falta un buen trecho para conseguir el objetivo y nos sobran héroes místicos. Si queremos evitar la derrota, es imprescindible persistir en la confrontación con el Estado, desestabilizarlo al máximo, que es lo que expuso el presidente Torra en la UCE. Por eso me considero algo más leninista, del Lenin de las Tesis de abril de 1917 que condujeron al triunfo de la Revolución, que partidario de la quimérica vía del diálogo de Esquerra y los neoconvergentes. Cuando conozca la sentencia del TS, que será dura y ejemplarizante —o por lo menos esa es la intención del poder español, del poder real que describe Andrés Villena en su libro—, la lucha debe seguir siendo conseguir la independencia por la vía que sea. El tiempo dirá cuál será la vía más adecuada. Reducir la política independentista —incluso en términos electorales— a reclamar la amnistía seria, sencillamente, suicida. La amnistía solo será posible tras una victoria que derrote a la coalición del 155, que todavía existe, como reconoce un Tardà ingenuo, deprimido, y tal vez un poco desesperado. El “nuevo republicanismo”, que por lo que parece llegará de la mano del “nuevo moderantismo” que cuenta con el favor interesado de las élites catalanas, es una parodia del pujolismo incluso cuando imita la falsa superioridad moral que acabó sepultando en vida a Jordi Pujol. La fase que comenzará con la sentencia no va a estar condicionada por si los independentistas somos más o menos. Lo importante será defender la democracia cueste lo que cueste y sumar a esta lucha a todos los catalanes demócratas, sin preguntarles a quién han votado hasta ese momento. Es a estos catalanes a los que debemos sumar a la democracia, porque permitir votar la separación o no de un territorio jamás puede ser un delito, para constatar que la única solución posible es reclamar el Estado propio. El suicidio del independentismo sería hacer lo contrario. Émile Durkheim fue el primer sociólogo que estudió, en 1897, el fenómeno de la muerte autoinfligida y cómo se llega a ella. Una persona se suicida tras actos de gran valor y abnegación, seguidos, sin solución de continuidad, de acciones imprudentes o negligentes que atribuye a una supuesta catástrofe masiva.

Volver al catalanismo —que es lo que propone Tardà, el tramposo, porque lo insinúa al rescatar la palabra “catalanista” solo para justificar al PSC—, es retroceder hasta volver al “pensamiento sagrado” del constitucionalismo estatutario. La revolución de las sonrisas no fue un error. Al contrario. Permitió que mucha gente que no era independentista se adhiriera a un movimiento de protesta y de reivindicación nacional que superaba el viejo catalanismo político regionalista, cuyo cimiento era el nacionalismo del siglo XIX. Releer a Rovira o Virgili —o, en algún caso, leerlo por primera vez— evitaría que los impulsores del “nuevo republicanismo” cayeran en el ridículo. La revolución de las sonrisas posibilitó el crecimiento del independentismo laico, quiero decir el que no era necesariamente nacionalista. Pensaba que la gente de ERC eso ya lo tenía asumido desde el mismo momento en que la generación del conseller Bargalló y el alcalde Pueyo empezó a defenderlo para atraer a políticos tipo Gabriel Rufián y para justificar el tripartito. Con lo que no contaban muchos militantes de ERC disconformes con la línea oficial actual, es que Rufián y Tardà inventaran el “independentismo regionalista”, que es la poética de la nada. El vacío. Una copia fraudulenta del partido regionalista cántabro de Revilla. O lo que es peor, de la Liga Norte, no la de ahora, sino la de Umberto Bossi, con la que Enric Juliana, hoy en día aliado mediático de ERC, descubría un sinfín de similitudes en un artículo de aciaga memoria publicado en 2008: “La Lega Norte y Esquerra Republicana”.