Con paso lento, pero seguro, triunfa el nihilismo. El desprestigio de la política y la sensación generalizada de que el mundo, incluyendo este pequeño mundo nuestro, está dominado por el egoísmo favorecen la actitud nihilista de quien niega toda creencia, todo conocimiento o todo valor a los principios democráticos. Esta forma de comportarse a menudo va acompañada de un profundo mal humor. El malestar personal se transforma en un malestar social generalizado. Es evidente que no estamos viviendo un gran momento. La guerra en Ucrania llena todas las portadas de los diarios con una atención que no merecen otros conflictos. Y no será porque no haya guerras abiertas por todas partes. Están contabilizadas más de unas sesenta, especialmente en el continente africano y en Asia. A pesar de que según la Universidad de Uppsala, de Suecia, el número de guerras se ha reducido, donde hay guerra no hay democracia. Tenemos que celebrar que los muertos en conflictos armados también hayan descendido, hasta llegar a los niveles de 2014, pero la razón de este descenso es debida a que los combates en Siria son ahora esporádicos y porque los EE.UU. se replegaron militarmente bajo la administración de Trump. Paradojas de la modernidad líquida.

Que haya menguado el número de muertes provocadas por las guerras no significa que haya disminuido el número de víctimas que padecen sus consecuencias. Tiempo atrás, por ejemplo, Naciones Unidas denunciaba que el bloqueo de la región de Tigre, en Etiopía, ha causado más de 5.000 muertos, mientras que más de cinco millones de personas corren riesgo de morir de inanición en los meses que vienen. La ONU también ha advertido de que en primavera habrá veintitrés millones de yemeníes en riesgo de morir de hambre o de enfermedades pandémicas. La mayoría de las víctimas son mujeres y niños, como ocurre casi siempre en los conflictos armados. Ahora, en Ucrania, el ejército ruso bombardea la población civil para castigarla por la fidelidad que muestra en la defensa de su independencia y, también, para intentar debilitar la moral general. Normalmente, las mujeres y las criaturas huyen del conflicto sin tener adónde ir. O lo que es peor, poniendo en riesgo sus vidas, como por ejemplo cuando una masa de gente asustada se ve obligada a lanzarse al mar para buscar refugio en Europa. El Mediterráneo es un gran cementerio que asumimos como algo inevitable porque la cuestión de los refugiados es siempre molesta. Ahora y anteriormente. Las autoridades francesas no recibieron con muy buena predisposición las hileras de refugiados españoles que atravesaban los Pirineos para escapar de la represión franquista posbélica.

Si la guerra de Ucrania conmueve es porque, al fin y al cabo, todo el mundo cree que es una guerra europea. O cuando menos, que es una guerra que, según cómo evolucione y acabe, puede cambiar nuestras vidas

¿Qué es lo que ha ocurrido para que la invasión rusa de Ucrania, que ha derivado en una guerra, haya alterado tanto el ánimo de tanta gente? Desde la época de las guerras de los Balcanes, en la década de los noventa del siglo XX, que no se había vuelto a ver una avalancha informativa como esta. Las muestras de solidaridad, incluyendo el traslado cerca de la frontera con Ucrania de personas y ONG, son ahora tantas como entonces. En la región del Tigre, para repetir el ejemplo que ya he usado, donde la guerra combina muerte, enfermedad y pobreza, la solidaridad es más limitada. A lo sumo es monetaria. Para empezar, porque a la gente le cuesta situar en el mapa este país del Cuerno de África. Si la guerra de Ucrania conmueve es porque, al fin y al cabo, todo el mundo cree que es una guerra europea. O cuando menos, que es una guerra que, según cómo evolucione y acabe, puede cambiar nuestras vidas. Hay quien está convencido de que la amenaza nuclear es real. Por eso se agotan en los supermercados el aceite de girasol y el papel higiénico. Por eso mismo las farmacias agotan las existencias de píldoras de yodo, como si realmente pudieran preservarnos del Holocausto nuclear. Los europeos, sobre todo, si bien no son los únicos en el primer mundo, sienten cerca el hedor de la muerte y se asustan. Más allá de esta reacción, digamos, humana, lo que sí que es cierto es que el conflicto de Ucrania es de gran alcance y puede comportar cambios profundos.

Descontando las secuelas de las dos guerras mundiales, que no se pueden ningunear porque todavía colean, otras guerras posteriores, convencionales o no, han transformado la realidad. La guerra del Vietnam tuvo efectos sobre el comportamiento de una juventud que inició una época de revuelta —en Berkeley, en París o en Praga— que dejaría una gran impronta cultural. El corolario de la guerra en Afganistán fue el atentado de las Torres Gemelas en Nueva York en 2001. Si a Putin le sale bien la jugada —ha escrito Gonzalo Boye en un artículo que no comparto en su totalidad—, entraríamos en un nuevo orden mundial en que todo sería mucho más complejo que los cambios que comportaron los atentados del 11-S del 2001. A diferencia de Boye, yo no creo que “los errores del pasado” respecto a Rusia justifiquen su comportamiento, porque seria como aceptar el revisionismo del estilo Pío Moa que endosa a los hechos de 1934 la culpa de que los militares se sublevaran en España en 1936. Además, también creo que la inseguridad que provocó el horror vivido en el distrito de Wall Street al final permitió que los gobiernos recortaran y recortaran las libertades individuales y colectivas y, en consecuencia, que la democracia se debilitara en todas partes. La democracia era hasta el 11-S la divisa del mundo occidental y de todos los movimientos que defendían la libertad. Los atentados de Nueva York permitieron recortarla. La ley mordaza española, todavía vigente, es un ejemplo muy claro de ello. La represión contra el independentismo catalán o el kurdo en Turquía también lo demuestra.

El nihilismo es el gran aliado de los autócratas, que se acompaña de la desesperanza. Los ucranianos intentan ser independientes desde 1918, cuando se desintegró el Imperio Austrohúngaro, pero no lo consiguieron hasta la desintegración de la URSS en 1991. Era en ese momento cuando el mundo occidental, el de la democracia imperfecta, debería haber impulsado un nuevo orden mundial. No lo hizo y decidió seguir con la lógica de la guerra fría; eso sí, aprovechándose de los recursos naturales que vienen del este. El precio a pagar ahora será alto, porque el miedo al cambio es infinito. Por eso se acepta el mal menor, que es malvivir en un mundo dominado por las grandes corporaciones chinas o norteamericanas y por los señores medievales de la península arábiga y las dictaduras en China o en Rusia. La gente se asusta porque prevé que su mundo está en peligro, pero cuando alguien decide amotinarse para cambiar las cosas, entonces reclama volver a la normalidad porque no quiere asumir los sacrificios de luchar por un mañana mejor. Si no lo paramos, el mundo que nos espera estará en manos de los reaccionarios.