1. La extrema derecha en alza. Parece como si ahora nos diéramos cuenta de que la extrema derecha se está apoderando de la reacción airada del electorado contra el establishment político tradicional. Tuvimos tiempo para darnos cuenta de ello y solo los afectados, por ejemplo, los independentistas catalanes, previeron qué podía ocurrir. Lo tengo escrito desde octubre de 2017 en El nido de la serpiente. A principios del actual mes de abril, el ultraconservador húngaro, Víktor Orbán, ganó las elecciones generales por cuarta vez consecutiva pese a la unión en contra de él de prácticamente toda la oposición húngara, incluida la formación de extrema derecha Jobbik. Lleva doce años en el poder y desde el primer día dejó claro cuál era su ideología. El poder no le ha desgastado. Al contrario. En estas últimas elecciones ha aumentado su apoyo electoral. En Polonia, la representación parlamentaria de la extrema derecha (que se divide entre el gobernante PiS y otros partidos menores) sube hasta al 50,04 % y se concentra alrededor del primer ministro Mateusz Morawiecki. La francesa Marine Le Pen puede dar la campanada el próximo 24 de abril si finalmente un grupo significativo de votantes de Francia Insumisa, la izquierda alternativa, se decanta por votar la eterna candidata de la extrema derecha francesa.

Puesto que en España los analistas solo etiquetan a Vox como partido de extrema derecha, su representación queda reducida al 15 %. Pero desde una perspectiva catalana, incluso antes de la entrada de Vox en el Parlamento de Cataluña en 2021 con un 7,67 % (218.121 votos), puede decirse que las ideas de la extrema derecha ya estaban presentes entre las filas de Ciudadanos y el PP. En 2017 ambos partidos representaban el 29,59 %, si bien su discurso españolista, anticatalanista y antidemócrata era asumido por la izquierda unionista (los socialistas y los comunes). En el libro La ultraderecha hoy (Paidós, 2021), el politicólogo neerlandés Caso Mudde atribuye el alza de la extrema derecha en España a los escándalos masivos de corrupción dentro del PP (a pesar de que la mayoría de los dirigentes de Vox habían pertenecido previamente a los populares), y, sobre todo, a la crisis catalana. Es cierto que el procés arrancó la máscara, la falsa apariencia demócrata, de mucha gente, pero el germen de la extrema derecha se cobijó bajo la consigna “todo es ETA”. No obstante, si de lo que se trata es de encontrar algún culpable para explicar por qué ha crecido tanto la extrema derecha, debe buscarse entre los que no ofrecieron un discurso alternativo a la agenda españolista que domina desde hace tiempo el debate público. Los partidos del régimen del 78 demostraron que no tenían una alternativa porque, en el fondo, también están dominados por el nacionalismo. El inmovilismo del estado constitucional no solo ha impedido el pluralismo nacional, sino que también ha servido para tapar la corrupción sistémica y para limitar unas políticas sociales que fueran reales y justas.

2. La ira desbocada de las masas. Yerran quienes afirman que el estado actual de malestar es consecuencia del miedo de la gente. No digo que no haya personas que tengan miedo al futuro. Incluso algunos cómicos lo confiesan. Pero el miedo no es el motor del estado de revuelta que vivimos. Es la ira. Es una reacción que a veces es violenta (como ocurrió en Francia con el movimiento de los chalecos amarillos) y otras veces es pacífica (como es el caso del independentismo catalán). Una ira que expresa la irritación popular contra un sistema político que la mayoría considera injusto y represivo (con la pandemia se pudo ver) y, además, que a menudo fomenta la discriminación. Las razones del malestar pueden ser bastante parecidos en todas partes, lo que ya no para nada parecidas son las respuestas. El ansia de los ambientes de la izquierda caviar para asimilar el independentismo catalán a la extrema derecha, por ejemplo, italiana, no tan solo demuestra hasta qué punto algunos de estos personajes son ignorantes, aunque sean profesores universitarios, sino que también son ciegos. Son incapaces de percibir que un mismo fenómeno puede derivar en una revolución y a la vez en una contrarrevolución.

En Cataluña se ha podido constatar que el independentismo se afanaba por convertir la voluntad de cambio expresada en la calle en un proceso de profundización de la democracia. Lo que ha quedado reflejado en los altos índices de participación electoral de estos años (2012: 67,76 %; 2015: 74,95 %; 2017: 79,09 %). La contrarrevolución, personificada en el unionismo españolista, cortó por lo sano el movimiento democrático con una represión feroz que fue avalada por todos los partidos del establishment del 78, fueran de derechas o de izquierdas. El efecto es que la participación electoral en 2021 cayó hasta el 51,29 %, por debajo incluso de la participación en 2010 (58,78 %) y en 2006 (56,04 %). ¿Qué explica una participación tan alta durante el llamado procés? Pues la voluntad de los ciudadanos de decidir por ellos mismos su futuro. La represión, en cambio, fomenta la desafección. El estado monolítico, jacobino y represor, es la puerta de entrada del dirigente fuerte que nos redimirá (se llame Le Pen, Orbán, Erdoğan, Putin, Trump o.…).

3. El españolismo anticatalanista. Si hacemos caso a Cas Mudde, los tres grandes elementos comunes que identifican a la extrema derecha son el nativismo, el autoritarismo y el populismo. En Cataluña esta visión de la sociedad solo se manifiesta entre las filas del unionismo de derechas o de izquierdas. Ninguno de los tres partidos que se identifican con el independentismo asumen este tipo de discurso. No digo que no haya grupúsculos que puedan hacerlo (el Front Nacional, por ejemplo), pero no tienen ningún tipo de relevancia electoral. En el seno de la CUP el populismo es tan influyente como pueda serlo entre las huestes de los comunes. Tienen los mismos referentes ideológicos y actúan políticamente con la misma irracionalidad. Cuando la CUP ha crecido electoralmente no ha sido por una adhesión ideológica del electorado, sino porque algunos electores independentistas estaban decepcionados con las peleas entre Junts y Esquerra que provocaron el fracaso posterior, a pesar de la movilización popular franca y pacífica que era única en Europa. El 15M español acabó siendo absorbido por el sistema y hoy los partidos que surgieron son gubernamentales y el último bastión del régimen del 78. En Cataluña, en cambio, por lo menos hasta 2017, el movimiento independentista fue realmente una alternativa democrática que, políticamente, arrastraba algunas contradicciones, como por ejemplo cargar con la mochila de partidos implicados en la corrupción sistémica del régimen del 78.

La extrema derecha española es, por encima de todo, nacionalista. Su discurso no es tanto combatir la inmigración como reclamar un estado fuerte, centralizado y cultural y lingüísticamente españolizador. Aprovecha todos los resortes que tiene a su alcance para conseguir estos objetivos. Del mismo modo que en Cataluña el denominado sottogoverno —de Junts y Esquerra— ha sido el freno que ha impedido lograr la meta, en España el deep state, incluyendo los tribunales, es la punta de lanza que determina de qué se puede hablar o no en un parlamento, qué leyes puede aprobar una mayoría parlamentaria o bien para perseguir sin piedad a los políticos independentistas. El 27-O el unionismo ganó, aunque después, en las elecciones del 21-D, no pudiera rematar la faena. Pero era cuestión de tiempo que lo consiguiera. A medida que la extrema derecha iba creciendo en España, la colonización de Esquerra con la lógica española ha dado al traste con diez años de protestas y de reivindicar que la única solución a la crisis de las inversiones en Cataluña, que siempre va acompañada de un déficit fiscal crónico, y para acabar con las agresiones a la lengua y la cultura catalanas es la separación. El españolismo no se echará atrás. El único cómplice que tiene para lograr acabar con todo es, precisamente, quién debería ser la alternativa: la izquierda unionista.