Estamos de aniversario. Han transcurrido tres años desde el 1-O y parece como si fueran mil. Durante este tiempo se ha producido una paradoja. El independentismo se atrinchera en las urnas y domina la política catalana, mientras que el Estado, ahora dirigido por una coalición progresista —que la derecha denomina despectivamente social-comunista—, no rectifica el rumbo que impuso Mariano Rajoy tres años atrás. La represión sigue, a pesar de la fortaleza electoral independentista —que previsiblemente seguirá después de otras nuevas elecciones impuestas—, y en un mismo día el Estado depone al MHP Quim Torra, condena al antiguo regidor de ERC y payaso Jordi Pesarrodona y sienta en el estrado a Tamara Carrasco. Estos son solo una muestra de los 2.850 casos de encausados a raíz del gran éxito que fue el 1-O y antes, el 9-N. Pronto se sabrá cuál será la condena al major de los Mossos Josep Lluís Trapero. El Estado no perdona, gobierne quien gobierne, ya sea el PP, ya sea el PSOE o Vox, un partido erigido en acusación particular contra el independentismo. Que eso sea posible es una anomalía, pero ya sabemos que para Pedro Sánchez la judicialización de la política es culpa de los independentistas. Los mismos jueces que absuelven a banqueros corruptos se erigen en defensores de España por encima del sentido de justicia. Forman parte de una caverna nacionalista española que alimentan individuos de cualquier pelaje: Juan Carlos Monedero, Federico Jiménez Losantos o Antonio García Ferreras.

Todos los que participaron en la jornada del 1-O recuerdan dónde estaban. Para nuestra generación, vivir la tensión y el triunfo en el referéndum de autodeterminación de 2017 será tan trascendente como para nuestros padres o abuelos lo fue la Guerra Civil. No exagero. La defensa pacífica de las urnas es una de las grandes victorias de la política catalana de los últimos cien años. A diferencia de 1909 o de 1936, la masa no respondió con ira a la violencia policial. No se quemaron iglesias ni se asesinaron unionistas en las cunetas. Al contrario, la multitud se opuso a los porrazos con un pacifismo inédito pero importantísimo para avalar el carácter democrático de las aspiraciones independentistas. Los independentistas ganaron el 1-O y perdieron la República porque sus líderes no supieron cómo mantenerla sin clamar por la sangre de nadie. Hay un sector del independentismo que no soporta esta explicación y necesita encontrar traidores y cobardes en cada esquina. Los divorciados del procés, los que ahora han convertido sus columnas en la prensa en un muro de las lamentaciones, también ignoran este hecho porque si no, no ligaría con su argumento perverso que todo el problema se debe a la inmadurez de un independentismo dominado por aprendices. Puesto que no todos ellos son unos cretinos, algunos de estos columnistas se curan en salud y lamentan la represión a la vez que reclaman la liberación de los presos. Un poco de comprensión respecto de la tragedia humana de los prisioneros —los exiliados no reciben el mismo trato— maquilla la trampa argumental de estos divorciados del procés que anteriormente, desde el gobierno o desde la sociedad civil, empujaban con todas sus fuerzas para encontrar las claves de la independencia.

A pesar de todo, soy partidario de celebrar el aniversario del 1-O, porque pedir el divorcio del procés provocaría, inevitablemente, que lo olvidáramos, que se pasase página, como ocurre con las separaciones matrimoniales

No puede decirse que el independentismo haya conseguido animar a nadie durante los últimos tres años. Tiene un problema evidente de dirección política. El Estado se ha encargado de descabezarla y los principales dirigentes del procés han ido cayendo uno a uno, a veces compitiendo entre ellos para ver quién sufría más, ofreciendo un espectáculo que habrían podido ahorrarse. Tengo escrito que la política catalana pide nuevos dirigentes en el interior que puedan pasearse por los barrios y ciudades para fortalecer el movimiento y desbordar los límites de los convencidos. Tiene que ser gente con carisma, decisión, valentía y a la vez putería, que entienda que su papel tiene que ser gobernar la autonomía. En su obligada declaración de despedida, el president Torra insistió en su idea de que la autonomía es el principal obstáculo para la independencia. Sí y no. Depende de lo que se haga cuando se gobierna la autonomía. Tomar medidas eficaces para combatir la pandemia a la vez que se denuncia la insuficiencia crónica de la financiación sanitaria no es lo mismo que caer en la ufanía de la que hacen gala algunos consellers que venden la transferencia diferida al 2024 de la gestión de la línea R2 como una gran victoria. Esta es la política autonomista que cierra el paso a la independencia. Es el peor pujolismo, dado que la satisfacción exagerada bloquea la liberación. La otra posibilidad es impulsar una política de denuncia sistemática y planificada del agravio infligido por el Estado sin descuidar, sin embargo, la atención al bienestar ciudadano. La eficiencia gubernamental autonómica no convierte en impuro el independentismo. Al contrario: es la única manera de fortalecerlo.

En el curso de estos tres años el Estado ha depuesto o inhabilitado a tres presidents de la Generalitat. Es un escándalo democrático. No son los primeros líderes catalanistas perseguidos por el Estado. La intención es clara: desestabilizar Catalunya y minar el movimiento de liberación nacional. La represión pretende esparcir el miedo y la duda. Ante esta estrategia española de destrucción, los partidos independentistas pueden optar por el tacticismo partidista, que es lo que han hecho de momento Junts y Esquerra acordando cuatro meses de inestabilidad gubernamental, o bien pueden acordar una estrategia compartida que aplaque al caníbal que llevan para sus adentros para centrarse en combatir al Estado y a los partidos que lo sostienen, desde Vox hasta UP. La independencia no se consiguió en dieciocho meses, ni la pandemia se resolverá en un año, lo que debería obligar a todo el mundo a reflexionar sobre el estado de inseguridad en el que estamos instalados. A pesar de todo, soy partidario de celebrar el aniversario del 1-O, porque pedir el divorcio del procés provocaría, inevitablemente, que lo olvidáramos, que se pasase página, como ocurre con las separaciones matrimoniales. Entonces sí que le estarían facilitando la victoria al estado represor, hoy en manos de unos ingenuos jacobinos que empiezan a probar la amarga hiel de la conchabanza reaccionaria de jueces, altos funcionarios, periodistas, empresarios y políticos españoles. Incuban el huevo de la serpiente para promover la represión y lo que Frantz Fanon denominó las políticas de la enemistad.