Tres décadas después del inicio de la guerra que ensangrentó los Balcanes y puso fin a la Yugoslavia socialista, Serbia sigue siendo un país atrapado en la memoria del pasado. Belgrado, su capital, es la imagen más nítida. Una ciudad que ha sido construida y destruida decenas de veces y que todavía hoy muestra las cicatrices de aquellos conflictos. Los bombardeos de la OTAN de 1999 dejaron una huella profunda, con edificios gubernamentales perforados por misiles que continúan en pie, sin reformar, convertidos en monumentos improvisados, como si fueran cicatrices expuestas al público. Aquel año, en plena crisis de Kosovo, la Alianza Atlántica atacó objetivos militares y civiles durante once semanas sin el apoyo de la ONU y con el rechazo frontal de la población serbia, la cual todavía recuerda de manera amarga aquellos hechos que pusieron punto final al capítulo de hostilidades en la región. "Bombardearon un tren lleno de civiles, la embajada china... no había ningún objetivo militar", expone Sanja, una guía que acompaña a turistas por los escenarios de aquellos bombardeos y defiende una visión que dista del relato humanitario con el que la OTAN justificó el ataque. "Nadie puede escaparse de la propaganda. Si crees que no eres víctima, es porque la de tu país es muy buena", afirma. Más que una anécdota, sus palabras reflejan una convicción extendida entre muchos serbios: que hay otra versión de los hechos, una a menudo ignorada fuera de la antigua Yugoslavia.
Para entender esta visión alternativa hace falta mirar atrás y recordar que Serbia fue duramente señalada por los actos cometidos durante las guerras de disolución de Yugoslavia en los años noventa. De Sarajevo en Srebrenica, las fuerzas del presidente Slobodan Milošević, conocido como el carnicero de los Balcanes, fueron responsables de asedios, masacres y limpiezas étnicas que conmocionaron el mundo, y varios líderes políticos y militares fueron condenados por crímenes de guerra y contra la humanidad. Estos hechos son incontestables. Sin embargo, entre la sociedad no predomina un relato de autoflagelación, sino que se quiere hacer ver que no fueron los únicos que actuaron mal. "Los serbios matamos, los croatas también mataron. Cada uno tiene su versión de los hechos", afirma Stefan, un historiador originario de Belgrado. Este sentimiento se expresa visualmente en el centro neurálgico de la capital, la plaza de la República, donde un grafiti de carácter negacionista proclama: "El único genocidio en los Balcanes fue contra los serbios".

Lejos de actuar como elemento unificador, la versión dominante del pasado que sitúa a Serbia como una víctima de las potencias occidentales no ha impedido que la sociedad esté dividida cuando se trata del futuro político del país. Por un lado, hay un sector de la población cómoda con la orientación prorrusa del gobierno y su distanciamiento respecto de Bruselas; por el otro, crece un movimiento que quiere un giro occidental, con una entrada real en la Unión Europea y una ruptura definitiva con los tentáculos del Kremlin. Este último sector ha estado muy presente en las protestas más masivas de la historia reciente de Serbia. El 15 de marzo, más de 100.000 personas —medio millón, según los organizadores— llenaron el centro de Belgrado convocadas por varios grupos opositores y civiles, con los estudiantes al frente. La manifestación conmemoraba el colapso de la estación de trenes de Novi Sad, que meses atrás dejó 16 muertos y evidenció la negligencia y la corrupción del ejecutivo. Esta tragedia se ha convertido en símbolo de un malestar más profundo: la sensación de que la administración de Aleksandar Vučić, demasiado próxima a Putin y poco transparente con los ciudadanos, ha llevado al país a un callejón sin salida.
Dragor forma parte del núcleo duro del movimiento popular que ha sacudido el país. El estudiante de un máster de Historia en la Universidad de Belgrado subraya el papel protagonista de los jóvenes en unas protestas que a menudo, dice, se presentan de manera sesgada. "La protesta es nuestra, impulsada por los estudiantes, cosa que casi no se dice". El objetivo es "un cambio de régimen", asegura. El rechazo se extiende también a la oposición política institucional, a quien acusa de formar parte de un sistema carcomido. "No hay ningún partido que valga, todos son corruptos", afirma. El impacto de la movilización ha ido más allá de las calles, con facultades ocupadas, clases paradas y un curso académico suspendido que sobrevive en formato virtual. Dragor también expresa una decepción profunda con Bruselas. "Aquí muchos hemos dejado de creer en la Unión Europea", explica. "También hace negocios con este gobierno corrupto, que al mismo tiempo se sigue entendiendo con Rusia y el bloque del Este". Sin embargo, esta oposición frontal a cualquier opción política no ha unificado a la mayoría de la población, ya que muchos ven limitaciones claras en el movimiento. "Los jóvenes lideran estas protestas recurrentes, pero yo todavía no veo la luz al final del túnel" lamenta Stefan, que expone que en caso de llegar a unos comicios, cosa que Vučić no está dispuesto a conceder, "no tienen un proyecto político sólido. Está todo por hacer".
"Es una especie de Viktor Orbán en Serbia"
Sea como sea, la indignación que ha encendido las protestas no nace de un proyecto político alternativo consolidado, sino del rechazo frontal al actual gobierno. El objetivo compartido es hacer caer a Vučić, un líder a quien muchos acusan de concentrar el poder, manipular los medios de comunicación y mantener vínculos estrechos con el Kremlin. "Es una especie de Viktor Orbán en Serbia", afirma Dragor, que ve en él una figura autoritaria disfrazada de demócrata. Esta alineación con Rusia en plena guerra de Ucrania ha hecho de Serbia el socio de Moscú dentro del continente europeo. Además, para tratar de contrarrestar la presión en la calle, el gobierno ha impulsado una maniobra que ha despertado, más que apoyo, burlas de los estudiantes. Mientras los manifestantes llenaban el centro de Belgrado, supuestos partidarios de Vučić montaron un campamento ante el parlamento para hacer ver que el presidente también cuenta con el apoyo de los jóvenes. "Es un show para hacer ver que no todos los estudiantes están contra el gobierno", dice Dragor. "Pero si te fijas, las tiendas están prácticamente vacías y solo hay personas mayores jugando a las cartas", añade.
Otro de los ejemplos más representativos de la opacidad y la corrupción que los críticos atribuyen al gobierno es el caso del Ministerio de Defensa, un edificio del centro de Belgrado que quedó parcialmente destrozado por los bombardeos de la OTAN de 1999 y que se ha mantenido en pie como recuerdo de la guerra y símbolo de resistencia ante lo que allí se tilda de "imperialismo norteamericano". A pesar de esta carga simbólica, el gobierno de Vučić ha abierto la puerta a transformarlo en un complejo de lujo de la mano de Affinity Partners, la empresa de Jared Kushner, yerno de Donald Trump, en un proyecto valorado en cerca de 500 millones de dólares y con la implicación de la Trump Organization. El mismo Donald Trump Jr. visitó Belgrado en marzo de 2025 para reunirse con el presidente y negociar la construcción. La polémica estalló cuando un alto cargo de la administración reconoció que había falsificado un documento oficial para eliminar el estatus patrimonial del edificio, cosa que ha derivado en una investigación judicial. Así, lo que hasta hace poco se mostraba como una cicatriz de guerra y un símbolo del rechazo a Washington podría acabar convirtiéndose en un negocio para la familia del líder de la Casa Blanca.

La memoria de Tito perdura
En un momento en el que Vučić afronta acusaciones de corrupción, concentración de poder y sumisión a los intereses de Moscú, muchos serbios miran atrás y comparan su figura con la de Josip Broz Tito, el dictador que llevó a Yugoslavia a su punto más alto de proyección internacional. Tito, a pesar de gobernar con mano de hierro —encarcelando opositores, persiguiendo a la disidencia y eliminando cualquier voz crítica—, consiguió unificar un estado multiétnico y lo situó en una posición privilegiada en la región. Inicialmente aliado de Stalin, el líder socialista rompió con la Unión Soviética en 1948 y buscó la manera de forjar un camino propio, entre la democracia occidental y el este comunista, con la creación del Movimiento de los No Alineados, que le permitió jugar un papel único en plena Guerra Fría. "Los más mayores te dirán que fue una buena época en que todo el mundo tenía casa, coche y trabajo; los más jóvenes, que era un opresor", resume Stefan. Esta ambivalencia no impide que su figura siga siendo celebrada cada 25 de mayo, en un fenómeno conocido como yugonostalgia, que todavía mueve a miles de personas. Algunos elementos de su legado son visibles hoy en el brutalismo arquitectónico de Belgrado y en la memoria colectiva, aunque después de su muerte en 1980 y con el estallido de la crisis económica, las nuevas élites políticas intentaron borrar su huella. Para muchos, sin embargo, la comparación con el actual gobierno es inevitable: mientras Tito proyectaba a Yugoslavia como una nación fuerte e independiente, el régimen de Vučić es percibido como un sistema hundido en la corrupción y más pendiente de preservar el poder que de dejar cualquier legado.
A pesar de las heridas de guerra, las tensiones políticas y las dificultades económicas, el pueblo serbio mantiene una capacidad sorprendente para adaptarse y salir adelante. En un país donde el sueldo medio a duras penas llega a los 800 euros y la inflación golpea con fuerza, muchos trabajan en dos trabajos y estiran cada comida como si fuera un recurso infinito. "Hacemos milagros con el dinero", resume Sanja con una sonrisa. A veces, las prioridades pueden sorprender a un visitante —"hay quien prefiere gastarse todos los ahorros en un Mercedes antes que en una casa"—, pero esta elección habla también de un cierto orgullo y de una voluntad de mostrar vitalidad a pesar de las circunstancias. Paseando por Belgrado, la imagen que se percibe no es la de un país hundido, sino la de una ciudad viva, llena de cafés, conversaciones en la calle y gestos de hospitalidad sincera hacia el extranjero. Una vitalidad que, quizás, es la mejor manera de lidiar con las sombras de un pasado oscuro y la incertidumbre de lo que tiene que venir.