En el corazón de la respetable y refinada colección del Rijksmuseum de Ámsterdam —donde habitualmente conviven Rembrandt, Vermeer y otros iconos del gran arte neerlandés— ha aparecido una pieza bastante diferente. Se trata, ni más ni menos, de un anticonceptivo del siglo XIX hecho probablemente con el apéndice de una oveja. Pero su peculiaridad no acaba aquí: lleva impreso un grabado bastante explícito, que representa una monja levantándose la falda mientras señala, con ademán entre moralista y guasón, a tres clérigos con los genitales muy a la vista. ¿Una obra de arte? ¿Un chiste visual de época? ¿O simplemente un souvenir de un prostíbulo del siglo XIX?

Según el museo, solo se conocen dos ejemplares de este preservativo ilustrado, lo que lo convierte en una rareza dentro del vasto archivo de más de 750.000 dibujos y grabados del centro. Es también la primera vez que el Rijksmuseum adquiere un grabado estampado directamente sobre un preservativo. Un pequeño gran paso para la historia de la impresión, un gran salto para el mundo del erotismo museístico.

El objeto será exhibido como aparte de una nueva muestra dedicada a la sexualidad y la prostitución en el siglo XIX, una época en que, tal como recuerda el museo, el sexo estaba envuelto de tabúes, miedos y enfermedades venéreas. Particularmente, la sífilis hacía estragos entre la población, convirtiendo la protección —todavía rudimentaria y nada agradable al tacto— en una necesidad urgente y, a veces, incluso artística.

Una ventana a la sexualidad de hace 200 años

La pieza no es solo una curiosidad escabrosa, sino también una ventana singular a la cultura visual y la sexualidad de su tiempo. Más allá del componente cómico o escandaloso, nos habla de un momento histórico en que la represión sexual coexistía con una intensa circulación de imágenes eróticas, a menudo a través de canales marginales o clandestinos.

El museo subraya que este anticonceptivo tan insólito revela tanto la cara lúdica como la oscuridad de la salud sexual de aquel periodo. Por una parte, el humor irreverente y las imágenes provocadoras; de la otra, la realidad de una sociedad que, entre moralismos religiosos y miedo a las enfermedades, intentaba controlar el deseo y sus consecuencias.

Que una pieza tan pequeña y efímera como un preservativo —todavía más si es de origen ovino y centenario— acabe en un museo de arte de renombre no deja de ser un gesto que invita a repensar los límites entre el objeto de uso cotidiano y la pieza museística, entre lo trivial y lo simbólico, entre lo que se mostraba y lo que se escondía. Y sí, todo ello con un poco de ironía: porque en el arte, como en el sexo, lo que antes se consideraba obsceno, hoy puede ser historia cultural con vitrinas y cartel explicativo.

Así pues, el Rijksmuseum, siempre tan refinado, ha decidido hacer espacio a una pizca más de carne —incluso si es de oveja— y recordarnos que el deseo, la moral y el arte siempre han mantenido una relación… un tanto complicada.