El vino rosado no es una bebida, sino un concepto. Pasa lo mismo con veranear, de hecho: más que un verbo, es sobre todo una actitud. Defiendo eso desde hace tiempo, quizás porque desde jovencito he asociado el vino que no es ni blanco ni tinto con el verano, pero siempre desde una óptica para nada hedonista. En casa, cuando llegaba el buen tiempo, mi abuelo siempre tenía un porrón de rosado en la nevera, fresco, de un tono más violáceo que rosa con el fin de beberlo a chorro en la mesa, mezclándolo con gaseosa. Él decía 'graciosa', claro está, como gracioso era años más tarde para los campesinos viejos con quien iba a coger uva decir que el rosado tenía que ser oscuro, casi rojo cereza, ya que sino se trataba de vino "rosé, mariconé". Eran vendimiadores cavernarios que también se pasaban el día diciendo que "el vino blanco es para el pescado y el tinto para los hombres," dejando claro inmediatamente, eso sí, que 'bromeaban'.

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Un rosé mariconé dentro de una copa Pompadour, todo tan ancien régime como el pujolismo de los noventa.

La verdad es que su carcajada, tan paleolítica como ellos, me viene a la memoria cada vez que bebo uno rosado claro y pálido, ya que quizás para no parecerme a aquellos hombres que no sabían hacerse ni un huevo frito, siempre he preferido los vinos con color de piel de cebolla que no los de tono casi carmesí. Así pues, confieso que nunca bebo rosados de aquellos que dentro de la copa tienen una apariencia cardenalicia, haciendo una obligada excepción con el Pardas Sumoll rosado de Pardas Celler, con el cual sería capaz de bañarme en caso de que llenaran con él una piscina olímpica entera. Aparte de ejercitar el baño, sin embargo, mi otra actividad preferida tal buen punto los termómetros suben y las sandalias se apoderan de las calles es beber una copa de rosé en cualquier terraza de bar, ya que beberlo es sinónimo de verano y tengo comprobado que de Corpus a la Diada, beber vino rosado hace más agradable la vida para los que, como yo, somos amantes del frío, la bufanda en el cuello y los abrigos abrochados.

El color de la felicidad

Históricamente, muchos han pensado que los rosados claretes son cosa de mujeres por el mismo motivo que todavía hoy las Barbies llevan camiseta rosa y los Action Man, en cambio, jersei azul. Lo que no deben saber, sin embargo, es que hasta no hace muchas décadas, el color femenino por excelencia hoy día era un color asociado a la masculinidad. Por lo tanto, el tópico que el azul es para los hombres y el rosa es para las mujeres no es nada más que un invento moderno: tanto las capas de los emperadores romanos como las túnicas de los cardenales eran de un rojo claro, por ejemplo, mientras que las vírgenes, en la historia del arte, son representadas vistiendo de azul. Todo empieza a cambiar en el siglo XVIII, cuándo en la época del rococó la burguesía se aferra al rosa y estéticamente se empieza a comprender como un color elegante, símbolo de delicadeza. Después, la vestimenta militar bélica con colores oscuros masculiniza el azul. Y más adelante, la publicidad y el marketing posterior a la II Guerra Mundial acaban de rematar aquello que había empezado Maria Antonieta siglos atrás.

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Una chica de Capellades bebiendo rosé y disfrutando de la felicidad en el bar del REC, en Igualada. (Justin Aikin)

Si el tópico femenino del color rosa es más falso que una botella de Reserva de la Tierra con un distintivo DOQ Priorat, el tópico que se trata de un color que acerca a la felicidad es un poco más cierto, aunque ver las cosas de color rosa no tenga nada que ver con ir por la calle cantante La vie en rose como si fuéramos Edith Piaf. Más allá de la canción, "la vie en rose" es una expresión francesa que remite a un concepto positivo: aquello que pasa cuando todos los deseos que se anhelan se van cumpliendo de acuerdo con los cánones previstos. Los ingleses, de esta arenga hacia la esperanza y confianza ciega en el futuro, dicen "think pink", pero el concepto solo toma sentido cuando hay un plan para ejecutar aquello que uno quiere; rifar el futuro a la suerte de lo que pueda decir una frase de Mr.Wonderful no es pensar en rosa, sino ser gilipollas. No confundirse. ¿Es cierto, pues, que en nuestro cerebro el color rosa actúa como un sinónimo de optimismo? Seguramente sí, por eso el vino rosado es un vino optimista, ya que hace realidad aquello que parece propio de las cosas solo idealistas: reúne las buenas cualidades de los vinos blancos y los vinos tintos, pero no los inconvenientes.

¿Rosé o rosado?

Hablar del color rosa es hablar de las ilusiones del rosa, también. Es hablar, pues, de los campos de lavanda del sur de Francia, con aquel rosa liloso imponente que muerde horizontes. También es hablar de pueblos pintorescos del valle del Ródano con fachadas anaranjadas que se disfrazan de color salmón cuando cae la noche, como pasa en Roussilhon. Y sobre todo es hablar de los vinos rosé provenzales, delicados como un poema de amor cortés de algún trovador nacido entre Besiers y Niza a finales del siglo XII. Un servidor no le hace nunca uno feo a cualquier rosé que tenga el distintivo AOC Côtes de Provenza, faltaría más, pero sin duda mi preferido en la materia es Eleonore Cuvée de Château de Jasson, ya que es un claro ejemplo de por qué la Provenza es la meca de los vinos rosados: un rosé de manual, pálido a los ojos, seco, salino, mínimamente afrutado en la nariz y complejo en la boca. Tiene la elegancia de los vinos que han pasado tiempo dentro de una bota de roble y la categoría de un vino de veintipocos euros con un precio que asusta pero una personalidad que enamora.

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Una botella de Chateau de Jasson en un bar de Aix-en-Provence donde toda la clientela, por narices, es guapa.

Si hay una cosa mejor que los atardeceres plácidos de la Provenza son los atardeceres encendidos, en aquellos días que el cielo parece reventar en un remolino de pasión candente. Eso son los espumosos rosados, que son igual o más estimulantes para el bienestar emocional de las personas que los rosé sin burbuja. Hasta hace bien poco un servidor era fiel a los espumosos de trepat, no solo porque la Conca de Barberà me enamore más que los paisajes de la Camarga, sino porque el Tresor Rosé de Pere Ventura o el Rosat Brut de Portell, para poner dos ejemplos, tienen todo aquello que me gusta de un rosado pero añadiendo vibración, y por menos de quince euros. No hace demasiado, eso sí, descubrí otra dimensión de rosado con burbujas, ligeramente más próxima a los rosé franceses que a los trepats tarraconenses, que me cautivó inesperadamente: el Aus pet-nat rosé del Celler de les Aus, de Alta Alella, un espumoso ancestral que es como el MDMA pero con la suerte que ni está lleno de químicos ni hay que comprarlo en el mercado negro: abrirlo significa estar dispuesto a dejarse llevarse por|para su sugestión, pero también tener la certeza que la próxima hora y media de tiempo valdrá la pena y será un viaje rosa del cual no se desea final.

Por tu amor, rosado

Dicen que la metanfetamina es la droga del amor, pero la auténtica droga amorosa es el vino rosado, por mucho que ningún guionista de Citas Barcelona se haya dado cuenta todavía. La mejor manera de encauzar como es debido una cita Tinder, si se produce entre Corpus y la Diada, es pidiendo una copa de rosé, especialmente si se trata de La Rosa de Can Sumoi, posiblemente el mejor rosado elaborado en Catalunya. Si los catalanes veneramos las rosas y las asociamos al amor, los proselitistas del vino rosado veneramos Pel teu amor, Rosó, la mítica obra maestra de la canción catalana, escrita por Miquel Poal-Aregall y compuesta por Josep Ribas el año 1922. En un atardecer estival, se hace difícil no morir de amor y cantar, ni que sea por dentro, "llum de la meva vida, no desfacis ma il·lusió" cuando tienes una copa de rosé en la mano y la mirada de quien te vuelve loco en la otra punta de la mesa. Por eso veneramos también a Rousseau, el filósofo: porque él fue uno de los máximos exponentes del sensualismo, la opción epistemológica contraria al realismo y según la cual el conocimiento se basa necesariamente en las sensaciones.

Can Sumoi La rosa
Un caballero, una princesa y el dragón brindando con La Rosa de Can Sumoi.

Sabemos que Pel teu amor, Rosó es un himno porque sabemos que las sensaciones de cantarlo bebiendo vino rosado nos acercan al conocimiento del desenfreno y la pasión. Sin una copa de vino, La alegría que pasa no es más que una obra teatral de Rusiñol que habla de un circo, pero con una copa de vino rosado en frente, la alegría que pasa es aquello que uno siente por dentro después de beber una bocanada. Aquí radica la magia de este tipo de vino digno del mundo de color rosa: no hace optimista el acto de vivir, sino que lo hace mejor, ya que destapar una botella de rosado es poner el reloj en pausa. Es entrar en una dimensión de algodón ideal pero real, onírica pero despierta, fantasiosa pero terrenal. Y es, sobre todo, tener claro que más allá de los tópicos, el vino rosado no es diferente sino igual de'especial que los otros tipos de vino: una bebida que no se bebe para calmar la sed, sino para avivar la sed de vivir.