La primera vez que supe que un músico no solo era un artista musical fue días antes de descubrir, también, que un pijama no tan solo era una prenda de vestir para ir a la cama. Debía tener seis años y todavía no sabía que los catalanes somos una tribu compleja, original y homógrafa. Con mis abuelos, cada año íbamos unos días de vacaciones a Prullans, en un hotelito humilde que entonces se llamaba Hostal Montaña y que ahora, como es más finito, se llama Cerdanya EcoResort. Aquel verano, precisamente, comprendí que los nombres de las cosas son importantes. Fue allí, en el restaurante donde cada día un ama con un delantal lleno de manchas me preguntaba si la sopa estaba buena, donde probé por primera vez un músico sin ninguna intención canibalística y sin que nadie, ni mis abuelos ni un joven Antoni Bassas que comía en la mesa del lado y me firmó un autógrafo, supieran explicarme por qué caray aquel batiburrillo de frutos secos se llamaba de aquella manera. 

Un servidor era pequeño, por eso con los años he pensado que aquellas vacaciones en la Cerdanya, cuando la Cerdanya todavía hacía más olor de caca de vaca que a colonia de pijos, fueron el germen de mi pasión por las palabras. Días después de descubrir el postre de músico, mis abuelos me llevaron a una comida con los Floriach, una pareja de amigos con una 'torre' en Bellver, que es como mi abuela llamaba a las casas de veraneo de la gente. También decía siempre que él, el Sr. Floriach, era elegante y refinado, pero tenía el problema que se dormía en todas partes. "Una vez se durmió en pleno Barça-Madrid en el Camp Nou", recuerdo que dijo mi abuelo, riendo. Conociendo estos precedentes, es fácil comprender mi sorpresa cuando al terminar la comida, de repente, el Sr. Floriach pidió un pijama al camarero y yo pensé que tenía sueño, que quería echar una siesta y que era tan refinado que quería vestirse como corresponde, incluso para dormir apoyado sobre la mesa.

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Frutos secos preparados en el camerino de Woody Allen para que pique alguna cosa mientras toca en el clarinete.

Mis abuelos no eran demasiado más jóvenes que la generación de Espriu, por lo tanto habían vivido para salvar-nos els mots, en teoría. Todos aquellos nombres de platos extraños, sin embargo, más que "recordarme el nombre de cada cosa" lo que estaban haciendo era "despistarme con el nombre de cada cosa". Aquel día, mientras el Sr. Floriach se zampaba un flan acompañado de melocotón en almíbar, fruta, una bola de helado y no sé qué más, descubrí dos cosas: que el pijama era un postre y que de mayor quería estudiar una carrera que me ayudara a investigar el origen del nombre de las cosas. Con el tiempo aprendí que el pijama bebía etimológicamente del Pêche Melba francés, que era también la referencia conceptual de Paco Parellada cuando se lo inventó en el 7 Portes para satisfacer oficiales de la Sexta Flota de los EE.UU. Pesar de esta historia cojonuda, este postre hecho de muchos postres nunca me ha acabado de enamorar, ni ahora de mayor ni entonces de pequeño, quizás porque el pijama se construye con cosas de pote, con más artificio que verdad. Aparte, claro está, que no viene acompañado de ningún porroncito de vino dulce.

Mi idilio particular con el postre de músico no nace de la fascinación por el vino dulce, sin embargo. En mi caso, aquel pletórico verano, el simpático porrón fue siempre un vasito de Cacaolat porque mi abuela, que era muy esclava del miedo al qué dirán, no veía con buenos ojos que su nieto de seis añitos levantara el codo en un restaurante tan cerca de la residencia de verano del presidente Núñez. Eran otros tiempos. Los restaurantes se valoraban por como se comía y no por como es de guay colgar en Instagram que has comido allí, por ejemplo. En las cartas de postres todavía no abundaban los cheesecake con mermelada de frambuesas, los carpaccios de piña o los brownies, sino las cremas catalanas, los flanes con nata, las torrijas, los pastelitos de cabello de ángel o la siempre austera fruta del tiempo. En este grupo de platos para cerrar la comida, pedirse postre de músico me ha parecido más juicioso y nuestro que optar por el arrebatado y sintético pijama, por eso desde pequeño soy Team Postres de Músic: porque es tan patrimonialmente catalán que incluso nos enamora por su precio, ya que los catalanes no dejamos de mirar por la pela ni cuando escogemos los postres.

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"Que ruli el porró", imagen gráfica.

El primer músico que comió unos frutos secos durante la pausa en algún concierto no se debió imaginar que algún día aquello se convertiría en un patrimonio culinario catalán, como tampoco se lo debió pensar el primer cura a quién ofrecieron piñones, higos y almendras marconas una tarde del domingo en casa de alguna familia acomodada del pueblo, en aquellos tiempos en que la gente con tierras invitaba al mosén, el médico o el maestro a merendar. Ahora ya casi nadie invita a merendar grana de capellà en casa, pero filológicamente siempre he pensado que el nombre conocido de los postres, más que una metonimia, es una metáfora de la compañía en la mesa: la conversación de una sobremesa es la mejor música posible después de una comida. Si la Xibeca tenía un eslogan que decía "cerveza para compartir", los postres de músico tendrían que tener uno que fuera "postres para compartir una tertulia", ya que permiten ir picando casi sin estar casi pendiente de si coges una avellana, unas nueces, una almendra o un albaricoque desecado.

Solo los tiquis-miquis con las pasas tienen que ir con cuidado y ser cuidadosos en la elección, pero para los que no sufrimos la animadversión en la fruta seca marchita, pedir un postre de músico y poner el platito en medio de la mesa no solo es emular la sobremesa mediterránea por antonomasia, sino que también es la más parecida versión adulta, casera y legal de rularse un porro mientras la conversación fluye. Siempre apetece beber en porrón entre avellana y avellana después de una cena y darse cuenta de que quizás los tiempos cambian, pero el postre de músico sobrevive a sus ilusos enterradores porque sigue siendo raíces, artesanía y una fuerte conexión telúrica con la tierra de donde venimos, allí donde florecen los árboles frutales y donde se hace el vino. Seguramente por eso, cuando lo pido en un restaurante o lo sirvo en casa, cenando con amigos, busco compartir la vida con quien me acompaña en la mesa, pero también revivir los recuerdos con los que ya no están, como mis abuelos y aquellos veranos en Prullans. Es la magia del postre de músico: que más que unos postres, son una manera de conectar con aquella melodía interior que nos recuerda, delicadamente, aquello que somos.