Jason Lee saltó a la fama al protagonizar la serie My name is Earl, pero su debut al frente de un casting fue con Mallrats (Kevin Smith, 1995). Aquella comedia juvenil cifraba la disoluta jornada de dos ni-nis entre las cuatro paredes de un centro comercial, desde donde la pareja de amigos trataban de reconquistar a sus exparejas, se peleaban con los encargados de la tienda de cómics, e iban jalándose pretzels de chocolate como si no hubiera mañana. Una de las escenas más recordadas, de hecho, gira en torno a uno de aquellos lazos de chocolate. Para humillar a su enemigo —encarnado por un Michael Rooker que también tendría que esperar que una serie lo pusiera en su sitio, en este caso The Walking Dead-, Jason Lee se introduce una de sus palmas en el culo, fregándola bien fregada entre las nalgas, y acto seguido va hacia Rooker cargando la bolsa de pretzels. "¿Qué le gustaría probar un lacito, señor Svenning"?. Esta pregunta, hoy, podemos encontrarla serigrafiada en camisetas, estampada en pins, e inspirando memorabilia hecha por los fans de la película. Porque la respuesta de Svenning, de Rooker, al ofrecimiento de Lee, fue uno sí bien rotundo, con la cámara de Kevin Smith recreándose en su boca embadurnada de trocitos de nueces y no-solo-chocolate.

"No lo incluyas, eso. La gente lo leerá y empezará a hacer lo mismo". Eso podría haberle dicho alguien a Kevin Smith, antes escribir el guion de Mallrats. Eso podría habérmelo dicho alguien a mí, antes de ponerme a escribir esta columna. Pero no: se le dijeron a Chuck Palahniuk. Palahniuk, que antes de ser el autor de culto que es hoy, se arrastraba de taller de escritura en taller de escritura, dejó leer el manuscrito de la que se acabaría convirtiendo en su primera novela a uno de sus compañeros talleristas. La novela se llamaría El club de la lucha, y su protagonista, Tyler Durden, fabricaba jabón con grasa humana, insertaba imágenes de pollas en proyecciones de cine infantil, y —"no lo incluyas, esto"— se meaba dentro de la olla de sopa del restaurante de lujo donde trabajaba como camarero. "La gente lo leerá". Y todavía más: en la versión cinematográfica que hizo David Fincher, era Brad Pitt quien se subía encima de una silla, se desabrochaba la bragueta, y hacía pis dentro de un perol de cocina enorme. ¿Terrorismo gastronómico pregonado desde una película de la 20th Century Fox? Al estrenarse en el Festival de Venecia, buena parte de la crítica alertaba de cómo esta película "irresponsable y atroz" podía incitar réplicas del comportamiento del protagonista.

Chunkong
Fanposter de 'Mallrats' (Kevin Smith, 1995) / Autor: Chunkong

En una recopilación de ensayos, entrevistas y artículos titulado Stranger than fiction, Chuck Palahniuk dedicó páginas y páginas a la recepción que tuvo El club de la lucha, tanto la novela como la película. En presentaciones y clubs de lectura, había algunos asistentes que se le acercaban para hacerle confidencias. "Los lectores me explicaban", escribe Palahniuk, "cómo se sonaban encima de las hamburguesas cuando trasteaban de cocineros en restaurantes de comida rápida". En el mismo capítulo, el escritor añadía: "Este verano un joven me llevó a un rincón de una librería y me dijo que le había encantado lo que yo había escrito en El club de la lucha sobre los camareros que hacen marranadas con la comida. Me pidió que le firmara un ejemplar y me dijo que él trabajaba en un restaurante de cinco estrellas donde hacen guarradas todo el tiempo con los pedidos de los famosos.

—Margaret Thatcher —dijo— se ha comido mi semen. —Levantó la palma con todos los dedos extendidos y añadió—: Como mínimo, unas 5 veces".

Hacer tragarse semen sin su consentimiento a una mujer de derechas por el hecho de ser de derechas: terrorismo gastronómico con misoginia de clase.

No es alarmismo: es autodefensa en mesa

La semana pasada, diferentes medios publicaban la noticia que en Japón empezaban a estar las primeras detenciones de ciudadanos acusados de perpetrar "terrorismo de sushi". Como la infame escena de El club de la lucha, la barbarie tenía lugar dentro de un restaurante. Esta vez, sin embargo, los terroristas lo eran de cocina para afuera, y más allá: algunos clientes se estaban grabando en locales de cinta giratoria, y acto seguido publicándolo en redes, mientras lamían botellas de salsa de soja y sobaban piezas de sushi después de ensalivarse los dedos, para dejarlas continuar su camino encima de la cinta. Los detenidos tienen 21, 19 y 15, es decir: ninguno de ellos acumula más años de los que tienen productos como Mallrats o El club de la lucha. Quizás ni saben de su existencia. El terrorismo gastronómico ha entrado en fase nihilista y ya no necesita ninguna cobertura ideológica ni cruzada concreta para manifestarse, incluso, ante los ojos de cualquiera que haga scroll. No es alarmismo: es autodefensa en mesa. "Millones de espectadores pagaron por ver como destruían el Empire State a Independence Day y ahora el Departamento de Defensa de los Estados Unidos ha fichado a los mejores creativos de Hollywood para prever posibles situaciones de terrorismo", escribía Palahniuk en Stranger than fiction.

"Queremos conocer todas las formas en que podemos ser atacados. Para poder estar preparados".