En algún rincón de la India hace seis o siete milenios, los seres humanos se dieron cuenta de un fenómeno muy extraño: si durante un rato centramos nuestra atención en un pensamiento, un sentimiento, una imagen o un elemento de la percepción como los latidos del corazón, por poner algunos ejemplos, y aceptamos sin juzgar sus consecuencias, se experimenta una sensación reconfortante. Y que al establecer unas rutinas alrededor de este ejercicio, se experimenta una transformación profunda del sentido de la existencia, a la vez que una mejora frente a los pensamientos nocivos, del dolor físico o psicológico, o del estrés. El hecho es que pasaron los milenios y este potente conocimiento progresó. Por el camino encontró en el pensamiento religioso, esotérico y místico un terreno propicio para crecer. Y allí hacia el siglo V aC fue adoptado de manera sincronizada por taoísmo en China y el budismo en la India. Finalmente, con los procesos de colonización del siglo XIX, este conocimiento aterrizó en occidente. Aquí recibió el nombre de meditación y, durante el siglo pasado, con las aportaciones primero de la antroposofía y luego de la ciencia, esta práctica alcanzó en Europa y Estados Unidos una popularidad muy destacable. Hoy, bajo la forma de la atención o conciencia plena, conocida en inglés como mindfulness, que es el giro más pragmático de la meditación (es decir, desvinculado de toda religión o filosofía), este conocimiento ancestral está mejorando la vida de miles de personas. Y lo más interesante de todo es que se puede meditar acostado, sentado en una silla o con las piernas cruzadas, e incluso caminando o recogiendo setas.

foto1 (1)

Futuros monjes budistas en una práctica meditativa / Kochphon Onshawee

La meditación convencional no trata de recluirse en el mundo interior y de anular todo lo que viene de fuera, sino de aceptar sin juzgar y tomar conciencia de la experiencia humana

Cualquiera que haya intentado alcanzar un estado profundo de meditación se habrá dado cuenta al menos de una cosa: cuanto más cerca de la naturaleza, más probabilidades de éxito. En este sentido, no es casual que los templos o los espacios dedicados a la meditación (los antiguos y los nuevos) se sitúen en parajes puros y virginales alejados de los focos destructivos del hombre, o que aquellos que están en las ciudades evoquen directamente la naturaleza. Esto que parece tan obvio se debe, sin embargo, a unas cualidades evolutivas que apenas llegamos a comprender y que están estrechamente ligadas a nuestra capacidad de desatención. A diferencia del resto de los animales superiores (con el permiso de los perros domésticos, que en relación con sus instintos son más humanos que perros), los seres humanos nos hemos especializado a omitir información sensorial, es decir, a anular sonidos, tactos, olores y estímulos de cualquier tipo con el fin de dejar espacio a nuestro cerebro para procesar la información cognitiva o racional. Y resulta que cuanto más armónicos (o naturales) sean estos estímulos, mejor se nos da anularlos (es lógico, sobre todo si comparamos el ruido de un río con la sirena de una ambulancia). Ahora bien, la atención plena no trata de recluirse en el mundo interior y de anular o desatender todo lo que viene de fuera (esto es otro tipo de meditación), sino de aceptar sin juzgar y tomar conciencia de la experiencia humana entendida como el resultado de lo que experimentamos a través los sentidos y de las valoraciones mentales asociadas. De este modo, es tan importante concentrarse en el ruido y el tacto del viento como en los recuerdos o pensamientos que éste suscita; o, tratándose de la meditación boletaire, sería tan importante agacharse a coger una seta como agacharse a contemplarlo (o olerlo, o acariciarlo...) y, de paso, ponerse a su nivel para aceptar que todos (seta y persona) provenimos de la misma célula.

foto2

Temple de loto o casa de adoración Bahá'i, en Nueva Delhi / Foto: Bahaí Canarias

He conocido buscadores de setas que una vez pisan el terreno experimentan una transformación chamánica de su personalidad

No hay duda de que cualquier ejercicio que se practique en el medio natural es beneficioso para nuestra salud mental. Y en esta dirección, la caza de bolets, una actividad consistente en trepar por arroyos, remover los setos, agacharse entre las ramas, cepillar el musgo con los dedos o perderse en la espesura del bosque, es una de las actividades más terapéuticas que existe. Ahora bien, a juzgar por su finalidad, ir a buscar setas es una cosa y la meditación boletaire es otra muy distinta, aunque algunas almas asilvestradas las practiquen indisolublemente. En una meditación setas el objetivo no es buscar setas (que también), sino focalizar toda nuestra atención en estos frutos generosos y en todo lo que les rodea. Así por ejemplo, en esta práctica meditativa podría ser tan importante recoger botellas de plástico que níscalos, colillas de cigarrillo que rebozuelos, latas de refresco que huevos de rey, y todo sin quejarse ni juzgar aquellos que han tirado los desechos. O también podría consistir en entonar salmos entre los árboles sin preocuparse por delatar nuestra posición en el bosque. Por otro lado, he conocido buscadores de setas que una vez pisan el terreno experimentan una transformación chamánica de su personalidad. En estos casos, más que una meditación boletaire, ir a buscar setas se convierte en un viaje místico hacia un estado salvaje del espíritu.

foto3 (1)

Los típicos desechos que encontramos en el bosque / Foto: André

Cuando cierro los ojos antes de dormirme se me repiten una y otra vez las imágenes de las capturas con un grado de definición increíble

Se dice en el oriente que la meditación es la condición natural de la conciencia humana (entendida como la capacidad del ser humano de percibir la realidad y de reconocerse en ella), y que a través de ella es posible conocer el significado del mundo y de nuestra existencia. Dadas sus virtudes, es curioso que en el arco Mediterráneo no hayamos desarrollado una técnica de meditación propia más allá de los monasterios (si es que meditan los monjes). O, en todo caso, es muy revelador que hasta ahora no la hayamos necesitado. Personalmente, siento que el mundo de las setas, como el de la meditación, tiene un aura de misterio y que los días que voy al bosque con el cesto pasa algo dentro de mí (quiero decir, algo más trascendental que la sensación de haber hecho ejercicio físico y respirado aire puro). Así por ejemplo, cuando cierro los ojos antes de dormirme se me repiten una y otra vez las imágenes de las capturas con un grado de definición increíble, y los días siguientes noto una plenitud insólita, como una saciedad inexplicable que me abraza. Años atrás, recuerdo que un campesino del Pirineo me confesó que las setas se le aparecían los sueños y que siempre lo hacían los lugares donde al día siguiente las encontraba (casualidad o no, hoy he soñado con un corro boletos negros en la cara norte de Collserola). E incluso una mujer me explicó que conoció a su marido el mismo día que encontró una ‘rovellona’ (un níscalo hembra) en forma de corazón. Sea como sea, ir a buscar setas es psicológicamente reparador y la meditación boletaire una herramienta con un gran potencial. Y lo más importante: una y otra actividad no son excluyentes, y tiene mucho sentido que se combinen y refuercen mutuamente.

foto4

La belleza de un níscalo es sublime / Foto: Turismo de observaciones