Una vez fracasé en el intento de describir un paisaje bucólico. Era la tarde de un 30 de agosto, día de Sant Fèlix, y un servidor volvía en tren a Vilafranca del Penedès después de trabajar todo el día en Barcelona y haberse perdido el primer 3 de 10 de los Verds descargado en toda su historia. Quien tampoco lo había visto era el pasajero que tenía sentado al lado, ya que no había podido verlo ni siquiera en la televisión, como yo: era ciego. "Escribir texto", recuerdo que dijo aferrándose al teléfono móvil. "Ya estoy en el tren coma llego a Vilafranca en las nueve treinta punto recógeme en el andén coma por favor coma hasta ahora", dijo transcribiendo. "Enviar", añadió imperativamente al aparato. No pude evitar avisarle de que el tren llegaría a las nueve y cuarto, no a y media, y a partir de aquí empezamos una agradable conversación en la cual me confesó que era telefonista, que trabajaba en no sé qué departamento de la ONCE y que estaba enamorado de la radio, ya que era la televisión de los invidentes.

Mientras charlábamos, la luz del atardecer empezó a chisporrotear tras los cristales del tren y justo antes de la parada de Lavern-Subirats, allí donde el Penedès más toscanea, se me escapó decir "buah, quina meravella de cel". Por suerte, mi compañero de asiento no se ofendió. Al contrario, me dijo que él nunca había visto ninguna puesta de sol y me pidió que le describiera la de aquel atardecer. Nervioso, le hablé de las nubes de fuego precipitándose sobre las montañas de Ordal, del cielo anaranjado de color albaricoque difuminándose entre las masías de Subirats y del incendio de luz en el fondo, brillante y fogoso. Incluso le dije alguna cursilada tipo "hoy a Monet le ha quedado bien el cuadro", y él, riendo, me dijo que tenía voz de radio o de audioguía de museo. Al bajar en Vilafranca, esperé con él en el andén hasta que sus amigos llegaron, pero cuando nos llamamos adiós me quedé con la extraña certeza de que el paisaje que yo había visto no era el que él había sentido.

La viña más bonita de Subirats

Hace años que aquel recuerdo me viene a la cabeza cada vez que vivo una puesta de sol, ya que siempre he defendido que los paisajes no se ven, sino que se viven, lo que pasa es que el otro día tuve la oportunidad también de beber uno. No un paisaje cualquiera, además, sino el mismo paisaje que aquella vez intenté describir a mi compañero de tren: el de las viñas de Subirats. Una de ellas, situada a una altura considerable y denominada "El Fanio", es la más antigua de la bodega Albet i Noya y posiblemente una de las más observadas por el pocos conductores que diariamente pasan por la BV-2428 que conecta Sant Pau d'Ordal con Sant Sadurní d'Anoia. Ubicada en lo alto de la finca Can Milà de la Roca y a medio metro de la roca calcárea madre, es una viña que desde la vía del tren se ve como un pellizco previo al horizonte de Ordal y que desde el coche, la moto, la bicicleta o a pie, cuando se viene de Sant Pau y en dirección Lavern, se ve como la estampa preliminar a la gran panorámica de la llanura del Penedès con Montserrat de fondo.

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Viña de El Fanio con las paredes de piedra seca y las cabañas de viña.

Aparte de una viña idílica y preciosa, "El Fanio" es también una especie de anuncio previo a la gran película, ya que si la vista de Montserrat desde el sur de la cordillera es una pequeña obra maestra de la escultura divina -por mucho que la buena gente del Bages se empeñe en negarlo-, "El Fanio" es una pequeña obra maestra de la arquitectura humana, ya que todo el mundo sabe que los campesinos son, también, aparejadores del paisaje. Una viña así de especial, de suelo calcáreo, arciloso y con guijarros megalíticos, pues, es normal que produzca un vino tan especial como El Fanio, un monovarietal de Xarel·lo cremoso, untuoso, envejecido con huevos de cemento y botas de acacia.

Un vino de bosque

Si me bebí el paisaje que lleva toda la vida enamorándome cuando vuelvo hacia mi casa, en el Pla del Penedès, es gracias al hecho de que un día le dije a Núria Martí que Sant Pau d'Ordal es el único pueblo del Penedès al que sería capaz de mudarme, ya que es lo único que tiene paisajes igual de bonitos que El Pla. Como ella vive en Sant Sadurní d'Anoia, que no sería precisamente la ciudad más bonita del planeta, rio al oírlo y me prometió enseñarme todas las viñas de Albet i Noya, que es donde trabaja. "Las que se ven desde la carretera y las que no conoce nadie", recuerdo que me dijo. Evidentemente le dije que las quería conocer, por eso la semana pasada, el día antes de Reyes, subí a un 4x4 con ella de conductora, como los participantes del Dakar, pero con el único objetivo de hacer un rally por las viñas más remotas de las montañas de Ordal, un territorio inhóspito para alguien de un pueblo ubicado en medio de un mar de viñas y que si se llama El Pla es, precisamente, porque bosques y montañas hemos visto bien pocos en la vida.

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Las terrazas de la viña del Bosque negro, en primavera.

Si el "Bosc Negre" ya me pareció una finca extraña, sus viñas con terrazas que hacen forma de boomerang me dejaron de pasta de boniato. O de piedra seca, mejor dicho, ya que en la cima de la finca hay un monumento dedicado el arte de piedra seca, obra de Víctor Mata y el Centro de Estudios de Subirats. El Bosc Negre -el vino, no la finca- es un vino hijo de aquel paisaje inexplorado, inesperado e inadecuadamente penedesense, ya que montsanea y costersdelsegrea como los mejores paisajes de la viticultura de montaña, pero con la diferencia que se encuentra a 35 minutos de Barcelona. Todo es tan inesperado que incluso el vino, un Xarel·lo brisado que hace la crianza con sus pieles, es un vino blanco tan voluminoso y largo, con tanta presencia de taninos, que se bebe como si fuera un tinto.

El legado de cuarenta años de pasión

Lo que hace especial un paisaje es que día tras día muta en un paisaje diferente, poco a poco. A diferencia de nosotros, que envejecemos más lentamente pero solo nacemos y morimos una vez, las viñas mueren cada año para volver a nacer pocos meses después, viviendo en escasos doce meses un montón de vidas, de colores y de fisonomías. Incluso en un solo día viven vidas diferentes, tal como pasa en el "Corral cremat", una finca recóndita y con forma de anfiteatro natural que por culpa de su orientación sur tiene muy pocas horas de luz solar. Eso permite maduraciones lentas y de elevada acidez, por este motivo de estas parcelas operísticas sale El Corral Cremat 2012, un espumoso Clàssic Penedès que es una especie de testamento vinícola vital de Josep M. Albet, propietario de la bodega. Un 100% Xarel·lo escandalosamente especial, con más de diez años de envejecimiento, voluminoso en boca, con una burbuja fina elegante como la brisa de primavera y un postgusto de hierba fresca tan telúrico como la finca de donde proviene.

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Una botella de El Corral Quemado, rodeado de la piedra calcárea de la finca.

Albet i Noya ha esperado cuarenta años a hacer uno de los mejores vinos espumosos que pueden beberse hoy en nuestro país, y personalmente diría que el mejor en relación calidad-precio, pero sobre todo ha esperado cuarenta años porque sabe que los vinos no son solo vinos, sino paisajes depositados dentro de una botella, macerados y envejecidos con el viento, la lluvia, el sol, el calor, el rocío de las gélidas mañanas de invierno y la calidez de los anaranjados atardeceres de verano. Otro Josep, en este caso Josep Pla, confesó que él también había gastado cuarenta años para intentar escribir cuál era el color de Roma, es decir, para mirar de encontrar el adjetivo preciso para definir en una palabra el paisaje urbano de la capital del mundo. A diferencia de Josep M. Albet i Noya o de Josep Pla, un tercer Josep, en este caso yo mismo, todavía no he conseguido definir el paisaje de Sant Pau d'Ordal que se ve desde Lavern-Subirats y que un atardecer de Sant Fèlix intenté describir a una persona ciega.

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La viña del Corral quemado en uno de los pocos momentos del día que tiene sol.

Por suerte, tengo más de treinta años todavía para seguir intentándolo. Mientras tanto, sé que aquel amable compañero de trayecto no leerá nunca este artículo, ya que ElNacional.cat todavía no tiene la opción de transcribir los artículos con audio para invidentes, pero si alguien que lo conoce lee estas palabras y quiere leerselas en voz alta, decidle de mi parte que abra una botella de El Fanio, el Bosc Negre o El Corral CCremat 2012 y sentirá el panorama bucólico que aquella noche intenté dibujarle con las palabras, ya que una copa de vino, en definitiva, es la escritura braille de un minúsculo territorio. Por eso, incluso con los ojos cerrados, todos podemos vivir, ver y beber el latido de un paisaje con un solo trago.