Nos acostumbramos a todo: la familiaridad y la repetición garantizan la propagación de las mentiras, de la misma manera que ciertas condiciones ambientales como el calor y la humedad o la falta de depredadores favorecen la aparición de ciertas plagas. Ahora mismo hay alimentos que no han subido de precio de coste y, en cambio, en las cartas se han subido como un mono, por una cuestión estricta de modos, afán de lucro y falta de cultura gastronómica. Hablo, por ejemplo, de los menores y de los bocadillos. Platos de pobre de toda la vida, hace un par de años que muchos restaurantes han incorporado en sus menús degustación y en sus cartas unos precios que garantizan un margen de beneficio espectacular porque cuestan poquísimo.

Es difícil que no te tomen el pelo si haces más horas que un reloj, te dedicas a cualquier trabajo que no tenga nada que ver con la alimentación y nunca cocinas ni bajas a comprar en el mercado. ¿Cómo sabrás, sino, que el precio del kilo del capipota es, como mucho, de unos 10 o 12 euros? Si no lo sabes, cuando te cobren más de eso por un platillo, quizás te parece razonable —tema aparte, los platillos, similar al de los grandes productores que ofrecen, en los supermercados, los paquetes de medio kilo a cuatrocientos cincuenta gramos: al final todos comeremos con platos de postres—, quizás te parece razonable, decía, que una ración de menores o un bocadillo cueste lo mismo que un mar y montaña, una bullabesa o un beef Wellington.

Platos de pobre de toda la vida, hace un par de años que muchos restaurantes han incorporado a sus menús degustación y a sus cartas unos precios que garantizan un margen de beneficio espectacular

Con las hamburguesas es demencial: un kilo de carne picada de la mejor como máximo serán 15 €. Pues resulta que a cualquiera de los mil negocios de hamburguesas gourmet que proliferan como setas por todas partes te clavan eso solo por una sola, cuando, para poner un caso de buena praxis, en el Antonia's Burger de los hermanos Alam —solvencia contrastada— valen 6/9 euros.

Podríamos discutir mucho sobre cuál está el precio digno o justo de un plato en concreto, y seguro que encontramos de todo, pero está bien saber que el bocadillo del día de la bodega Montferry de Sants es una maravilla, cuesta 4 € y puede consistir, un lunes cualquiera, con más de un palmo de pan del bueno relleno de butifarra negra, cheddar y chimichurri, o de caballa con pimiento de piquillo y mayonesa de cítricos. En la Cueva Fumada de la Barceloneta hacen a uno de los mejores capipota de la ciudad por 5 €, mientras que hay restaurantes que te cobran 15 € por unos callos, y, francamente, por muy buenos que sean, eso es un atraco, de la misma manera que no puedes cobrar mejillas a precio de entrecot —acostumbra a coincidir en que son sitios donde en sus páginas web o redes sociales nunca ponen los precios, como si todo el mundo tuviera un nivel adquisitivo tan formidable que pudiera reservar una mesa para cuatro sin saber si acabará pagando 20, 25 o 30 € por barba o pagará 50, 70 o 100 euros.

Contra la liga de los usureros, la hermandad de los que no vivimos de rentas

«Si no, no me salen los números», te dirá el dueño. Explícame, entonces, como puede ser que haya una pila de negocios que tienen los trabajadores en condiciones laborales dignas —o todavía mejores que los tuyos— y que todo lo tengan a la mitad de precio que tú. «Si hay gente que lo paga», dirá alguien más, o bien «si no quieres, no vayas». Pues exactamente eso: contra la liga de los usureros, la hermandad de los que no vivimos de rentas. Que corra la voz de los locales que no te estafan, donde está el compañerismo del trato entre iguales y cada día se decapita alegremente la mano negra de la codicia.