Entre la mejor carbonara de mi vida y la carbonara más espectacular que he comido nunca hay 1.355 kilómetros, exactamente la distancia que separa la trattoria Sora Margherita de Roma y el Belbo Dos Besos de Gran Via con Rambla Catalunya. La primera la descubrí hace tiempo, justamente quince días antes que un extraño virus denominado Covid-19 nos jodiera la vida a todos, mientras que la segunda la disfruté no hace ni dos semanas, cuando un mediodía tuve la mala fortuna de sufrir una avería con la moto justo en el centro de Barcelona. Cuando la grúa me dijo que tardaría más de tres cuartos de hora a llegar, levanté la vista, escruté visualmente la zona y me propuse practicar un auténtico deporte de riesgo: comer al lado de Plaça Catalunya sin morir en el intento. En la esquina vi el letrero de un tal 'Belbo Dos Besos' y tuve la sensación que aquel nombre me sonaba de alguna cosa, pero no sabía de qué. Interesado, me acerqué y me di cuenta que sí: aquellos vídeos francamente golosos que un día había visto en Instagram y en los cuales un camarero removía un montón de espaguetis dentro de un queso inmenso tenían su origen allí. Por lo tanto, decidí hacer caso al destino, ya que todo parecía indicar que el algoritmo de Instagram y mi azar automovilístico habían decidido que yo, aquel mediodía, tenía que ser un guiri más en mi ciudad y comer allí.

Todas las formas de la carbonara

No es fácil comer carbonara después del Sora Margherita, no nos engañemos. Si aquella carbonara romana era auténtica, casera y casi tan telúrica como las piedras del Circo Massimo, la del Dos Besos resultó ser la versión restaurada y remodelada, como cuando en un edificio antiquísimo que cae a trozos le hacen un lífting y de repente vuelve a brillar tanto que te planteas si no se habrá perdido, incluso, la esencia inicial. La carbonara no nació para comerse con los ojos, es evidente, pero en el Dos Besos todo es diferente, ya que no solo es un restaurante italiano que desde fuera no parece italiano, sino que además tiene este nombre más propio de un bolero de Machín que de una trattoria de manteles de quadrets y un cocinero con bigote que se llama Luigi. Tampoco tiene una carbonara austera, popular y canónica, sino una carbonara que te acelera el corazón incluso antes de comerla, solo viéndola llegar a la mesa con un carro dominado por un queso pecorino del diámetro de una barrica de vino y abierto por la parte de arriba, como un Coliseo láctico. Dentro, sin embargo, no luchan gladiadores, sino las dos cucharas de un camarero que remueve que removerás los espaguetis recién hechos, con el huevo y el guanciale incorporado, impregnándose en cada revolcón de todo el queso.

"Eres el primer cliente de la semana que no grava el espectáculo con el móvil", me dijo el camarero mientras me servía el plato y yo me sentía una especie de Rocco Siffredi en medio de toda aquella bacanal de foodporn, pero con los calzoncillos todavía puestos, por suerte. Cuando el mismo camarero me sugirió la opción de rayar un poco de trufa por encima, le dije que sí y la cadencia de las láminas trufadas cayendo sobre la pasta, como una lluvia lentísima, me tiñó tanto de negro la carbonara que pensé en el origen de su nombre: el carbón. La carbonara que conocemos hoy, sin embargo, es la evolución de aquella receta inicial de los carboneros que trabajaban en los Apeninos hace ciento cincuenta años y que comían pasta con queso, huevo y pimienta –'caco e ove', decían ellos en dialecto abrucés- a la hora de comida. La carbonara de hoy, con la coletilla esencial del guanciale, la panceta o el bacon, en el peor de los casos, es una receta mucho más próxima a nosotros. Tan próxima que la propietaria del Sora Margherita me dijo que era más vieja que la carbonara. Lo hizo chillando como si todos los comensales de la sala fuéramos sordos y con un acento romanaccio que ni Francesco Totti habría entendido, pero me la creí.

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No todo es carbonara en el Dos Besos: he aquí una tabla de salumi italianos.

Llegué allí después de pasarme días leyendo un artículo tras otro sobre cuáles eran los restaurantes de Roma que no podía perderme, finalmente encontré uno que se titulaba "Dove mangiano i romani en Roma"? y hablaba de Sora Margherita, un tugurio casero de manteles de papel ubicado en la Piazza delle Cinque Scole, cerca de Isola Tiberina, donde resultó que sí: dentro, todo el mundo parecía romano y todos los hombres eran clones de Enrico Berlinger, con aquella elegancia innata de quien parece un dandy burgués y resulta que vota a los comunistas. Además, el local está regentado por una mujerona que claramente supera la edad de jubilación y viste con orgullo un delantal lleno de manchas, cumpliendo a la perfección el prototipo de mamma si se busca mamma en la enciclopedia. Quizás por eso hacen la mejor carbonara del mundo: porque cuando se había inventado la receta, ella debió tener cinco años y, por lo tanto, era hija del racionamiento de la II Guerra Mundial.

El origen de una gran idea

Siempre me ha gustado pensar que la carbonara existe, en parte, gracias a Hitler. Es una de aquellas frases que pronunciadas al vuelo, haciendo el café después de cenar en una boda, producen un silencio inmediato en la mesa. Evidentemente es hiperbólica y exagerada, como este artículo y como toda la poética relacionada con el mundo de la gastronomía, pero eso no impide que la carbonara fuera la consecuencia de la llegada de soldados aliados a Roma el año 1944, en plena batalla contra el fascismo. Cansados de comer cada día huevo frito y bacon, los dos ingredientes básicos del racionamiento militar, unos soldados preguntaron a Renato Gualandi, joven cocinero de las tropas aliadas, si se podía combinar aquello con alguna otra cosa con el fin de crear un plato más suculento, y así nació la evolución de aquella carbonara nacida entre carbón. Lo mismo pasó casi de forma esporádica en otras cocinas de la ciudad, por eso, acabada la guerra y con Italia liberada, aquel invento nacido entre soldados, bombas y tiros, caló popularmente entre la gente por la sencilla razón de que la carbonara es un placer para los sentidos.

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El interior del Sora Margherita, en Roma, hecha con mi móvil hace años.

Hasta aquel día en Sora Margherita, sin embargo, mi relación con la carbonara había sido históricamente tortuosa, larga y equívoca, casi tanto como una fumata negra en el Vaticano. De pequeño, la carbonara no existía. Después, de adolescente, empezó a existir en dos variantes: por una parte, en forma de pasta con crema de leche y bacon en restaurantes de menú, aberración muy popular en la península Ibérica y que tendría que estar penada por el Tribunal Penal Internacional de la Haya, y de la otra en forma de sobres Gallina Blanca que no sé si tenían demasiada relación con la carbonara auténtica, pero incluso guisados con un hornillo de gas en cualquier camping eran pura ambrosía. Yo he visto resucitar amigos con una resaca de campeonato y volver a la vida gracias a una carbonara industrial, pero la vida, por suerte, me ha enseñado que las buenas carbonara no son las que resucitan a un muerto después de una noche de juerga, sino las que tienen un poder todavía más elevado: cambiarte el estado de ánimo con un solo bocado.

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Interior del Belbo Dos Besos, en el centro de Barcelona.

La de aquella trattoria en Roma sin duda lo hizo, por eso se me habría levantado a hacerle un besazo a aquella buena mujer entrañable a quien este verano pude visitar de nuevo, pero recordé que los italianos no dan besos a los desconocidos. La carbonara del otro día en Dos Besos también me transformó por dentro, ya que un plato que te entra por los ojos siempre es agradable, pero si después te convence por el paladar, es sublime. En Barcelona sí que damos dos besos, pero confieso que no osé llamar al chef para besarlo en medio de aquella elegante sala con tapicería de terciopelo y sofás al más puro estilo París años veinte que de noche, dicen, es un salón con ambiente de cabaré que yo me imagino lleno de gente con el rastro de unos labios encarnados en la mejilla. Es una suposición sin fundamento científico pero absolutamente empírica: si han comido carbonara, bien seguro de que será así, ya que un buen plato de carbonara, si está bien cocinado, puede ser tan sincero, sencillo y conmovedor como el mejor de los besos.