Parte de la culpa de que te pierda el chocolate o que no soportes las verduras está en tu ADN. Todos sabemos que existen cinco sabores: dulce, salado, amargo, ácido y umami. También que los receptores de estos sabores están situados en diferentes zonas de la lengua y que, para interpretarlos, también interfiere el olfato además del gusto. Así, a nuestro cerebro le llega la información necesaria para saber si lo que estamos comiendo es dulce o salado, pero a la hora de tomar la decisión de si eso nos encanta y queremos comer más o, por el contrario, lo rechazamos, nuestra carga genética tiene un papel muy importante. Junto a los genes, existen otros factores principales: el entorno (influencias culturales) y la experiencia adquirida. La gran diferencia es que estos dos últimos pueden cambiar y mucho a lo largo de nuestra vida, mientras que la carga genética está ahí siempre. 

💥 Si quieres cuidar tu salud y figura, empieza con la cena

 

Xocolata / Foto: Unsplash
Chocolate / Foto: Unsplash

Con nombres y apellidos

En nuestro ADN está escrito no solo si un alimento dulce nos gusta, también el cómo percibimos ese sabor, es decir, su intensidad. Esta variación se debe a dos variantes, la TAS1R2 y TAS1R3, y son muchos los estudios que se han llevado a cabo para aclarar por qué a unas personas algo les resulta empalagoso hasta el punto del rechazo y a otras les fascina. Por su parte, el gen TAS2R38 es el responsable de la de las discriminaciones en el sabor amargo. A partir de este descubrimiento se realizaron numerosos estudios en los que le acusaban directamente del desagrado de muchas personas a las verduras

Cuestión de supervivencia 

A la vez, este gen y las verduras son el claro ejemplo de hasta dónde estamos genéticamente diseñados para sobrevivir y, a la vez, cómo todo puede modificarse. Nuestros antepasados diferenciaban que alimentos eran venenosos o tóxicos por el sabor, siendo los amargos o agrios los que escondían un peligro y, por lo tanto, los que tenían que evitar. Gracias a los conocimientos que tenemos ahora sabemos que no todos los productos amargos son potencialmente peligrosos, pero lo sabemos cuándo somos adultos, no de niños. Este es uno de los motivos por el que los más pequeños rechazan muchas verduras, sobre todo las que tienen un sabor más amargo. Y también por el que muchos adultos siguen sin encontrarle gracia al brócoli o a las endibias, a pesar de qué sabemos que son buenas para salud debido a sus propiedades nutricionales. 

Verdures La gourmeteria / Foto: Unsplash
Verduras / Foto: Unsplash

Un ejemplo más 

Además de los estudios que se han realizado sobre sabores generales, también hay ciertos alimentos que han despertado un interés particular, precisamente por ser objeto de eternos debates. El mejor ejemplo es el cilantro. Esa hierba tan parecida al perejil que en México es un ingrediente omnipresente, es o muy querida o muy odiad, sin términos medios. Para muchas personas, su sabor resulta desagradable hasta el punto de no poder consumirlo. La comparación más habitual para definir el sabor del cilantro es con limpia baños, un dato realmente curioso. 

🍭 El peligro oculto del azúcar y todos los nombres tras los que se esconde

 

El gen OR6A2

Muchos le llaman el gen “anti-cilantro” y es el causante de que casi un 15% de la población (dependiendo de la zona geográfica en el que estemos) rechace su sabor. La razón es sencilla, este gen detecta unos compuestos orgánicos que se encuentran en esta hierba de la familia del perejil y el hinojo, pero también en jabones y algunos desinfectantes. Es decir, tan solo los que no tienen este gen en su ADN pueden permitirse el lujo de saborear las propiedades del cilantro, demostrando así que la genética interfiere directamente en nuestros gustos y, por lo tanto, en lo que comemos en nuestro día a día.