La segunda inhabilitación del president Quim Torra, impuesta en este caso por el juzgado de lo penal número 6 de Barcelona y conocida este miércoles, le condena a quince meses para ocupar cargo público y a pagar una multa de 24.000 euros. Como en la anterior sentencia del TSJC, que fue el tribunal que le condenó en la primera querella que se presentó, ya que en aquel tiempo era president de la Generalitat, la condena es por tener colocada en el balcón del Palau una pancarta en defensa de los presos políticos y a favor del retorno de los exiliados. Con un matiz no menor. Si la primera condena, que a la postre le acabó costando el cargo, fue un atropello, pero el TSJC la sustentó en base a la neutralidad política en período electoral, en esta ocasión, ni eso, ya que todo ello sucedió en septiembre de 2019, claramente fuera de cualquier período electoral.

Pero lo que más me ha llamado la atención no ha sido la condena, que ya se daba por descontada y hay suficientes ejemplos que explican cuál es el grado de arbitrariedad de la justicia española cuando tiene por delante casos que afectan a los independentistas. Incluso, cuando el afectado es Quim Torra, un político alejado hoy de la primera línea, instalado en su despacho de expresident en las comarcas gerundenses y sin una plataforma que le permita dedicarse a la actividad pública. Lo más sorprendente ha sido la reacción a la condena del juzgado de lo penal número 6 de Barcelona. Unos cuantos tuits, unas declaraciones, tampoco tantas, de sus antiguos compañeros políticos de Junts y alguna que otra frase de apoyo perdida en el inabarcable caudal informativo de cada jornada. Nada más.

Fue Quim Torra un president discutido que acabó siendo incómodo para Esquerra y también para un sector no menor de Junts. Eso no es revelar un gran secreto de las interioridades de Palau sino una constatación de lo que fue aquel período de la política catalana entre 2018 y 2020, la etapa en que estuvo al frente de la presidencia de la Generalitat. Pero no saber distinguir entre la valoración que cada uno pueda tener de lo que fue aquella presidencia y las sentencias judiciales en su contra hay un gran abismo. Es más, el silencio acaba siendo un acto perverso que legitima la invasión de la justicia en una parcela de la política en la que no debería entrar nunca. No se trata de posicionarse a su favor o en contra sino de defender la institución, la consideración y el respeto que se merece y de preservarla, empezando porque un juez con el rango que sea no puede cesar así como así a un president de la Generalitat y sin que ello tenga consecuencias.

El silencio no hace otra cosa que hacer pequeña la institución ante la opinión pública. Enzarzados como están los partidos en el politiqueo, a veces olvidan que por ganar unos cuantos votos se acaban tirando piedras en su propio tejado. Eso vale para los partidos independentistas pero también para los socialistas o los comunes que, en un momento u otro del pasado, han formado parte del gobierno catalán. Que lo hagan el PP o Ciudadanos es hasta comprensible ya que nunca han conseguido inscribir su nombre en el Govern y no parece probable que eso llegue a suceder algún día. Solo tuvieron su minuto de gloria con la suspensión de la autonomía y la aplicación del artículo 155 de la Constitución, pero fue efímero y con unas nuevas elecciones se recuperó la normalidad y Soraya Sáenz de Santamaría y sus muchachos tuvieron que agachar la cabeza y devolver el poder al independentismo.

Porque Catalunya tiene poco poder y pocas cosas que la simbolicen más que la presidencia de la Generalitat, la ocupe quien la ocupe. No hay muchas cosas más a preservar, como lo demuestra la fuerza de los presidentes a través de la historia y cómo España ha querido maniatarlos haciéndoles pasar exilio, prisión e incluso ejecutándolos. Decía Churchill que una nación que olvida su pasado no tiene futuro. Y eso sigue siendo una máxima válida para los políticos pero también para los ciudadanos varias décadas después y a cientos de kilómetros de Londres.