Acaba de ceder el testigo como presidente del Tribunal Constitucional el magistrado Juan José González Rivas, al frente de este organismo desde 2017, miembro del mismo desde 2012 y magistrado del Tribunal Supremo desde 1997. A sus 70 años, deja el cargo habiéndolo hundido un poco más en este lodazal en que se han visto implicadas muchas de las instituciones españolas; y que, tristemente, han ofrecido la peor imagen de una España que podía haber aspirado a ser tenida en cuenta como uno de los estados modernos de Europa y ha acabado siendo irrelevante en el concierto internacional y muy alejada de los parámetros democráticos de otros países.

Sirva para conocer el ya ex presidente del TC, considerado conservador y, según se explica de él "de sensibilidad religiosa acentuada",  su voto particular en relación a la sentencia que avalaba la legislación reguladora del matrimonio homosexual en España. En ella escribió que la unión de las personas del mismo sexo como matrimonio desnaturalizaba la esencia de la institución. O su oposición también a las adopciones por parte de parejas formadas por personas del mismo sexo ya que "atenta al prevalente interés del menor". Habría más, pero lo cierto es que González Rivas ha sido presidente del TC un tiempo importante, lo que ofrece en este terreno una idea de su proceder talante bastante aproximada.

Pero para los catalanes y, en general, a todos los que hemos vivido con perplejidad cómo ha actuado el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional en la cuestión del procés, la complicidad entre unos y otros a la hora de acelerar o frenar en los temas, dictar sentencias desde la más absoluta autarquía y que sufrirán un revolcón sin precedentes en Europa, el TC ha protagonizado estos años una etapa negra. Cuando este jueves he escuchado a González Rivas explicar su función durante los años que ha estado, hablaba de la imparcialidad y la ética, y añadía que en el tema del procés se había actuado con celeridad, medida y prudencia, sin un ápice de autocrítica, no hacía más que evidenciar que la justicia entre Madrid y Europa se da la espalda.

O cuando explicó que lo que ellos tenían que hacer e hicieron con los recursos de los presos políticos del procés, o los exiliados en sus diferentes procedimientos judiciales, era preservar la supremacía de la Constitución y la unidad de la nación española, todo era mucho más fácil de entender. La unidad por delante de todo aunque la justicia tuviera que pagar tantos peajes que su imagen en Europa cuando se trata de abordar esta cuestión no pasa el filtro de ningún país, ni de ninguna institución europea.

Y está bien que toda la crítica se ponga en los que vendrán, como el inefable Enrique Arnaldo Alcubilla, pero es que los que se van no eran muy diferentes. Los que llegan después de los acuerdos entre PSOE y PP, y el aval con la nariz tapada, dicen, de Podemos -los últimos en subirse al tren del amplio consenso- no son muy diferentes a los que se van. Porque el gatopardismo es eso: cambiar todo para que nada cambie.