La decisión del fiscal general español de ordenar la apertura de una investigación sobre un posible genocidio en Gaza responde a la gravedad de los hechos denunciados, pero plantea dudas sobre su viabilidad jurídica real. No se trata de estar a favor o en contra, sino de lo que se puede o no se puede hacer, porque las instituciones judiciales deben regirse por la legalidad, no en función de una estrategia política. Que conste que, particularmente, puedo estar a favor y no haría ascos a que se investigara. Pero mi opinión no tiene por qué estar basada en lo que la legislación permite, sino en algo mucho más sencillo: mi asqueo y repugnancia por la situación a la que se ha llegado. El derecho penal internacional requiere una base de competencia clara: conexión con víctimas españolas, aplicación del principio de jurisdicción universal o incorporación expresa en la legislación nacional. Sin embargo, la experiencia muestra que estas investigaciones terminan a menudo archivadas por falta de pruebas directas, obstáculos diplomáticos o colisión con investigaciones de tribunales internacionales. Por tanto, se corre el riesgo de un movimiento más simbólico que eficaz.

El carácter simbólico no es en sí negativo, porque sirve para enviar un mensaje de compromiso con los derechos humanos, pero si no va acompañado de resultados procesales consistentes, puede degenerar en una acción percibida como política o mediática. En ese sentido, la figura de la fiscal Dolores Delgado, con una trayectoria pública muy marcada y discutida, introduce un elemento adicional de sospecha sobre la independencia de la iniciativa, lo que alimenta la crítica de que se trata más de un gesto de política exterior que de un acto de estricta justicia penal. No olvidemos que Delgado, ministra de Justicia de Pedro Sánchez entre 2018 y 2020 y fiscal general del Estado entre 2020 y 2022, dejó su cargo a Álvaro García Ortiz, quien ahora la recupera para este menester al ser fiscal de Sala en materia de Derechos Humanos y Memoria Democrática. Se parece mucho a un reparto de papeles entre personas de un mismo color político en función de las necesidades del Gobierno.

Además, la calificación de genocidio exige demostrar la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo protegido, lo cual es un estándar probatorio muy alto. No basta con constatar muertes masivas, ataques indiscriminados o destrucción de infraestructuras civiles; se requiere acreditar un plan o una política sistemática de exterminio. En el caso de la actuación de Israel en Gaza, esa determinación sigue siendo objeto de intenso debate internacional y no cuenta con pronunciamientos definitivos ni siquiera del Tribunal Penal Internacional (TPI), que ya investiga. España se adelanta a una calificación que puede ser vista como prematura y, por tanto, jurídicamente frágil. También surgen dudas sobre la coordinación institucional. Si el TPI ya está examinando la situación en Palestina, el riesgo de duplicidad de esfuerzos es alto. El derecho internacional complementario exige que los Estados actúen cuando el TPI no puede o no quiere hacerlo, no cuando ya existe un procedimiento abierto. Aquí, la acción española puede ser criticada como un movimiento de sobreexposición internacional, que, en lugar de reforzar la justicia universal, puede dispersar recursos y generar ruido político-diplomático.

En términos de eficacia práctica, es previsible que España tenga enormes dificultades para acceder a pruebas directas, interrogar a responsables políticos o militares israelíes y garantizar la protección de testigos en territorio controlado por Israel o en zonas de conflicto. Sin cooperación internacional robusta, la investigación puede quedar reducida a un expediente que acumule informes de prensa, ONGs y organismos internacionales, sin capacidad real de avanzar hacia imputaciones concretas.

Finalmente, y no menos importante, el trasfondo político es inevitable. La decisión se produce en un contexto en que España busca reforzar una imagen de país comprometido con el derecho internacional y diferenciarse de aliados occidentales que han mostrado cautela frente a Israel. Esta búsqueda de protagonismo jurídico-internacional, sin embargo, puede volverse en contra: otros estados pueden interpretarla como un movimiento selectivo que refleja prioridades geopolíticas más que una aplicación coherente de los principios de justicia universal. Y aquí se impone la crítica más evidente: el doble estándar. España y la comunidad internacional en general han mostrado reacciones mucho más tímidas o inexistentes ante atrocidades documentadas en Ruanda (antes de la creación del tribunal ad hoc), en Siria (donde crímenes de guerra y contra la humanidad han sido ampliamente acreditados), en Myanmar (con informes exhaustivos de la ONU sobre la persecución de los rohinyás), o incluso en conflictos africanos menos visibles en la agenda mediática.

La decisión del fiscal general español de investigar a Israel por genocidio tiene una base jurídica incierta

El hecho de que Gaza genere una respuesta judicial inmediata, mientras que otros escenarios han quedado en el olvido, revela un sesgo político y mediático. Esto debilita la credibilidad del principio de universalidad: parece aplicarse según la sensibilidad del momento y no por un compromiso constante con las víctimas. El contraste con Ruanda es particularmente ilustrativo: hasta que el Consejo de Seguridad de la ONU no creó un tribunal ad hoc, los Estados no impulsaron investigaciones nacionales serias, pese a la magnitud del genocidio. En Siria, pese a la documentación masiva de crímenes por mecanismos internacionales y ONGs, la falta de acción efectiva contrasta con la rapidez de la decisión española sobre Gaza. En Myanmar, la represión contra los rohinyás ha sido calificada como genocidio por organismos de la ONU, pero la reacción judicial internacional ha sido mínima. Estas comparaciones hacen evidente que la decisión española, aunque jurídicamente defendible, carece de consistencia si no se aplica el mismo celo frente a todas las brutalidades.

En definitiva, la decisión de investigar puede leerse como un paso audaz y simbólicamente poderoso, pero padece de tres grandes debilidades: una base jurídica incierta, un riesgo evidente de instrumentalización política y un contexto internacional que desnuda la incoherencia en la aplicación de la justicia universal. Solo si España acompaña esta iniciativa con un esfuerzo sostenido y no selectivo frente a otros escenarios de atrocidades masivas, y si logra articular una coordinación efectiva con el Tribunal Penal Internacional, podrá disipar la impresión de que se trata de un gesto político coyuntural más que de un compromiso real con la justicia internacional.