Ante un poder político catalán acoquinado por la amplia dimensión de la represión del Estado hay que constatar que la justicia española se ha acabado metiendo realmente hasta las mismas entrañas del micropoder autonómico, hoy absolutamente vaciado de competencias reales. Cuatro casos que son de esta misma semana, que aún no se ha acabado, sirven para ilustrarlo: los tribunales dan un ultimátum de cinco días para la aplicación del 25% del castellano en las aulas; la Junta Electoral Central hace lo propio, dándole otros cinco días a la presidenta del Parlament, Laura Borràs, para que le retire el escaño al diputado de la CUP por Lleida Pau Juvillà y le advierte que incurrirá en consecuencias jurídicas, cosa que todos sabemos lo que quiere decir; la Audiencia Nacional rechaza investigar si el imán de Ripoll está vivo y no falleció en el accidente de Alcanar previo al atentado de la Rambla y Cambrils de agosto de 2017; y, para acabarlo de rematar y demostrar que son ellos los que deciden lo que se puede y no se puede hacer, el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya devuelve al franquista Rodolfo Martín Villa la medalla de oro de Barcelona que el ayuntamiento de la capital catalana había decidido retirarle con el apoyo de todos los grupos municipales, excepto Ciudadanos y Partido Popular. Y, de propina, el Tribunal Supremo juzgará el 1 y 2 de marzo a la diputada de la CUP Eulàlia Reguant por no responder a Vox en el juicio sobre el procés, cuando, seguramente, en otro país europeo la formación ultraderechista no habría sido aceptada por el tribunal como acusación particular.

Cada uno de los casos daría por si solo para una serie de artículos ya que cuesta realmente hacer una reflexión positiva sobre la situación y la respuesta que alcanzan a dar las instituciones ante lo que no es más que una auténtica tormenta que se veía venir mientras los partidos independentistas no han sido capaces de ofrecer una respuesta coordinada que le hiciera frente. Al contrario: están en su guerra de guerrillas, intentando lograr la hegemonía en el país cuando el riesgo real es que el que acabe ganando no tenga país para gobernar ya que el estado español sí que habrá hecho su trabajo: desarmar al independentismo durante unos cuantos años y, en la práctica, convertir en papel mojado sus mayorías parlamentarias ya que nada importante acaba pasando por sus manos. Y cuando pasa se las cortan.

El pasado martes, el vicepresident Jordi Puigneró hizo públicos unos datos en el Parlament que son escalofriantes e inaceptables. Según expuso en una intervención en el hemiciclo, de los 334 millones presupuestados en 2021 por el gobierno de Pedro Sánchez para el corredor mediterráneo, tan solo se gastaron 12 millones. Mientras, de los 226 millones presupuestados para el corredor andaluz se gastaron el doble, 537 millones de euros. Por si no queda claro: 12 millones se invirtieron en el corredor mediterráneo y 537 en Andalucía. Es realmente imposible luchar contra esta dinámica del Estado español, que quita competencias y asfixia no a los independentistas sino al conjunto de la población catalana haciendo imposible un camino hacia un país próspero y acorde con sus posibilidades reales según el PIB catalán.

De todos los casos expuestos, seguramente, el más flagrante por su significado político y el que mejor ejemplariza que los jueces han pasado a decidirlo todo es el que afecta a la retirada de la medalla de oro de Barcelona a Martín Villa. ¿No es la soberanía popular y en este caso sus representantes políticos los que han de decidir sobre la retirada o no de una medalla de oro de la ciudad? No es, en el fondo un tema en que la decisión deba de ser de la justicia. Para el ciudadano normal, el que no sabe de leyes, difícilmente puede llegar a entender que un consistorio pueda otorgar un reconocimiento tan especial y otro, años más tarde, no lo pueda retirar. Cuando, además, estamos hablando de un ministro del franquismo. 

Pero, en España, todo esto acaba adquiriendo un aire de normalidad. Y, en Catalunya, de un trágico fatalismo contra el que no se puede luchar. Y, así, cada día hay menos capacidad de respuesta mientras cada vez hay más frentes abiertos. Eso sí, que no falte un buen tuit. Que no se diga.