Más que en Barcelona, que tiene unas características particulares y unos problemas muy propios, el laboratorio social catalán —que es una manera fina de decir el lugar donde fermentan los conflictos de fondo y donde acabarán estallando— se encuentra hoy en las ciudades pequeñas y medianas del país, en las urbanizaciones periféricas y en los extrarradios que absorben tanto a la gente expulsada de la capital como a las constantes oleadas migratorias. Estos nuevos núcleos de población, que no están preparados ni tienen infraestructuras para prestar servicios a tanta gente ni para asumir estos crecimientos repentinos, sufren también auténticos vaivenes políticos e incluso éticos, que a menudo desembocan en rupturas de equilibrios comunitarios que habían durado décadas.

Joan Esculies es un excelente detector de los movimientos sociales y políticos del país, tanto del pasado como del presente, y ha querido convertirlo en una novela-alegato.

No hace mucho, por poner un ejemplo, se hizo medio viral un pleno municipal de Calella en el que el alcalde Marc Buch pronunciaba un sentido discurso contra la ley del embudo en la que se ha convertido la obligación de los ayuntamientos de empadronar a todo el mundo: «¿Tenemos que empadronar a alguien sin un título jurídico? ¿Tenemos que blanquear a okupas? ¿Tenemos que empadronar a alguien en un banco, en una cueva o incluso en un contenedor?», se preguntaba Buch con indiscutible talento retórico, justo antes de invitar a un concejal de la oposición a dar una vuelta por las calles, como hace un buen político local.

Este tipo de alcaldes de clase media, abandonados a su suerte por las cúpulas de los partidos y cada vez más presionados por sus votantes, sobre todo en materia de seguridad pública y limpieza viaria, se convierten enseguida en héroes trágicos, llenos de contradicciones ideológicas y dilemas morales que los empujan a hacer la guerra por su cuenta y los acercan al temido populismo. Todo un caldo de cultivo con la temperatura ideal para generar literatura. Este clima de fondo —cotidiano, pero que muchos prefieren fingir que no existe— como escenario de una buena historia lo ha olido como un lebrel el historiador Joan Esculies, que es un excelente detector de los movimientos sociales y políticos del país, tanto del pasado como del presente, y ha querido convertirlo en una novela-alegato, utilizando mecanismos de ficción y síntesis periodística.

Un veí ben estrany se lee esperando un giro que conduzca a la inevitable moralina buenista y a la condena del ascenso del populismo.

Ya al comenzar, Esculies advierte que no nos ofrecerá una historia al estilo Gran Torino, pero es una prevención un poco absurda y tramposa. El único contacto firme del libro con el clásico de Clint Eastwood —el de los “chinos drogaditos”, que decía Antònia Font— es la elección del protagonista, o mejor dicho de la voz narrativa, porque el verdadero protagonista es un alcalde de un pueblo del Vallès inmerso en una polémica presuntamente xenófoba. Nos lo cuenta un anciano que ya lo ha hecho todo, quiere morir y ha entendido de qué va la vida: «Todos los hombres pertenecen a un mundo, sea cual sea, que les ha sido dado. Cuando ese mundo se acaba, es razonable que quieran marcharse con él. Se han adaptado a él y es tarde para cambiar».

Más bien, el relato y el tono de Un veí ben estrany recuerdan a la miniserie de David Simon Show me a hero (que toma el título de la memorable frase de Scott Fitzgerald: «Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia»). Allí, una orden federal de desegregación que obligaba a construir 200 viviendas en una comunidad blanca de Yonkers era aprovechada por un joven político oportunista para convertirse en el alcalde más joven de América. En la novela que nos ocupa, el detonante del conflicto racial es la muerte de un chaval autóctono en una pelea con sudamericanos.

No tengo ninguna duda de que la mentalidad catalanita bien pensante instalada en el gobierno y en los medios calificaría Un veí ben estrany como la primera novela fascista del siglo.

Pero si la obra de David Simon, claramente izquierdista, se centra en el dilema y la redención del joven alcalde demócrata, Joan Esculies toma otro camino y pone el foco en cómo se fabrica la carrera política de Armangué, un joven sobrecualificado, deprimido por no encontrar un trabajo digno y que va incubando un resentimiento que lo llevará a gobernar el municipio. Estamos tan contaminados por la narrativa progre —en Estados Unidos pero también, y mucho, en Cataluña— que Un veí ben estrany se lee esperando un giro que lleve a la inevitable moralina buenista y a la condena del ascenso del populismo.

Eso no ocurre nunca, para gran —y agradable— sorpresa del lector. Esculies es valiente y, aunque intenta disimularlo en una exposición de hechos aséptica, toma claramente partido por el bando indígena y contra la degradación de nuestros espacios tradicionales propiciada por la inmigración sin control. Incluso intenta ponerte en el banquillo de un jurado popular para que emitas un veredicto íntimo sobre si las acciones del alcalde son la antesala de la reacción xenófoba o una defensa sensata frente a un mundo que se derrumba. No tengo ninguna duda de que la mentalidad catalanita bien pensante instalada en el gobierno y en los medios calificaría —o podría perfectamente calificar— Un veí ben estrany como la primera novela fascista del siglo. Pero yo no me apresuraría tanto, intentaría saborear los matices donde se adentra Esculies y reflexionar un poco sobre a dónde nos ha llevado el modelo actual.

Es una lástima que con un material dramático tan rico, y de tanta actualidad sociopolítica, no haya salido una obra más contundente.

He querido dejarlo para el final, porque me interesaba destacar sus virtudes colaterales. Pero no sería honesto si, junto al elogio del acierto en la ambientación y la elección de un tema central en Cataluña y generalmente omitido por los escritores, no consignara que Un veí ben estrany es una novela que literariamente no funciona. Aunque es corta, es densa, no fluye y las escenas están claramente desequilibradas. Los personajes son poco emotivos y cuesta mucho generar empatía —quizá con la excepción de un trayecto en coche del anciano con el alcalde por el pueblo degradado—; tiene una escritura demasiado esquemática y notarial. Es una lástima que con un material dramático tan rico, y de tanta actualidad sociopolítica, no haya salido una obra más contundente y que permanezca en el recuerdo. Pero es un primer embrión —malformado— de un género que apenas nace en el país y que tendrá recorrido.