A Big Star, la icónica banda de Memphis, se le asocia siempre al culto y a la mala suerte. En cambio, yo con ellos iría aún más lejos: es una banda de consenso. Nos pone a todos de acuerdo; su música es excelsa y atemporal. Si no fuese así, no se entendería el furor que todavía provoca un grupo del que ya sólo queda vivo uno de sus cuatro miembros (el batería Jody Stephens) y con el grueso de su discografía saldada en los setenta (como excepción en 2005 grabaron In Space, aunque ese ya es otro tema). No obstante, su legado se sostiene por dos motivos: la eficacia de unas canciones de elegante electricidad y con unas armonías adictivas y el fervor de quienes llegaron más tarde y los tienen en un pedestal. Entre estos hay gente de R.E.M., Teenage Fanclub, The Replacements y tantos otros.

A medio camino entre el power pop y el rock guitarrero (que en el fondo viene a ser lo mismo), los músicos de la escena alternativa de los noventa les veneraban. Estos no atendían a su conocida (y publicitada) mala suerte, ya fuese con los sellos discográficos o con una industria que, en general, ni supo ni quiso ubicarlos. Después, entró en escena la incompatibilidad personal a causa de los egos (y los celos): Alex Chilton y Chris Bell pugnaban por ese liderato. Eso no restó inspiración a los discos, maravillosa prestancia en #1 Record y Radio City, pero si provocó un socavón. Hasta que en 1993, y apoyados por Jon Auer y Ken Stringfellow de The Posies, Chilton y Stephens saltaron de nuevo a la carretera (hay un documento fantástico grabado en la Universidad de Missouri). Sin presión y mucha precaución, pusieron ese cancionero supremo a disposición de sus devotos. Lograron lo inimaginable: que pudiésemos corear de nuevo esos estribillos irresistibles.

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Por eso, y al margen de celebrar por todo lo alto el 25 aniversario de la promotora Houston Party Music, la reunión se presumía más como un evento social y colectivo que como un concierto al uso. Normal, bastaba con ver el plantel de este The Music of Big Star: Mike Mills, Jon Auer, Pat Sansone y Chris Steamy (patas de banco en R.E.M, The Posies, Wilco o The dB's). Por tanto, muchos alicientes y, también, algunas realidades. Aquella que dicta que las que mandan siempre son las canciones. Y aquí hay un filón enorme. De hecho, esto da para un pase dividido en dos y completar así dos horas de recital (la apertura con The Sadies fue otro regalo). Lógicamente, la cuota de emoción fue menor a la de aquella actuación en un FIB y con olor a primicia, previo a la actuación de una PJ Harvey salvaje y en estado de gracia. Es decir, nunca olvidaremos aquel (ya lejano) domingo del mes de agosto de 2001. Entonces éramos más inocentes y, también, más soñadores.

September gurls, Thirteen o The Ballad of El Goodo aún retumban como himnos y símbolo de una generación. En una Sala Apolo vestida como en las mejores galas afloraba esa sensación: cuán felices hemos sido disfrutando esas melodías. Y que poca justicia (si lo miramos en términos de éxito masivo) se les ha hecho. Si bien, quienes le rinden más pleitesía son los que tienen el poder; los músicos que defienden con tanta dignidad un legado tan estratosférico. En semanas en que se ha hablado sin cesar del nuevo disco de los Stones y de la canción rescate de The Beatles, reivindicar a Big Star es oportuno y necesario. Las circunstancias pudieron con ellos, pero nadie les acabó de derribar. La prueba es el hoy y el ahora. Por eso mismo, ver a Auer cantar con ese estilo, observar como trastea Mills sus cuatro cuerdas con ese aplomo y la libertad de quien se aleja momentáneamente de los grandes recintos, o esas dos guitarras en perfecta comunión (muy plausible un Pat Sansone que aquí respira). Luego está la sonrisa de Jody Stephens, él se lleva este premio en forma de gira y un reconocimiento en vida que no olvidará jamás.

Pocas veces una banda tuvo una segunda vida tan fructífera y lujosa como la suya

Cinco músicos en perfecta sintonía que se intercambian los instrumentos, un juego en que todos asoman el hocico por el micro principal (entrañable cuando lo hace Stephens y determinante Mills cuando ataca September gurls). Ya de primeras, suena I'm In Love With A Girl (aduciendo a ese espíritu juvenil, aunque ya sean señores), con Don't Lie To Me sube la temperatura, con una banda que carbura; muy rodada a pesar de la excepcionalidad. Tras una pausa de quince minutos, en ese tramo tiran de piezas más acústicas, hay guiños al material firmado por Chris Bell (sorprendente I Am The Cosmos) y, con el deseo de una estructura de concierto más moldeable y enérgica, este homenaje le da la vuelta a la leyenda y a esa teoría del infortunio: pocas veces una banda tuvo una segunda vida tan fructífera y lujosa como la suya. La estrella de su debut, aquí como telón de fondo, sigue brillando con fuerza (y clase, mucha clase).