Dicen que la intención es lo que cuenta, pero la realidad es que si el resultado final se acaba traduciendo en una patada en los huevos con botas paramilitares, pues hombre, quizás tan importante, la intención, no es. Principalmente, eso es lo que pasa con Sky Rojo, la serie de moda en Netflix, una producción de Álex Pina y Esther Martínez Lobato (Vis a vis, La casa de papel) cargada de buenos propósitos que, a pesar de su insustancialidad, ha causado furor –al menos con respecto a las visualizaciones– en España y en una buena parte del globo. Ya lo decía el chalado de Yukio Mishima: la victoria siempre está al lado de la mediocridad.

Con 8 episodios de 25 minutos, la 'bomba' de Netflix aspira a mantenerte enganchado a la pantalla durante toda una tarde gracias a una trama simple pero, a priori, cautivadora: tres prostitutas, Coral (Verónica Sánchez), Wendy (Lali Espósito) y Gina (Yany Prado), se han escapado de su burdel después de herir gravemente al proxeneta que las maltrata, iniciando así una persecución por Tenerife en que ellas son el ratón Jerry y los sicarios del rufián, Moisés (Miguel Ángel Silvestre) y Christian (Enric Auquer), el gato Tom. Todo, con un tinte de obra que, por la adrenalina y humor negro que quiere desprender, aspira a parecerse a Tarantino. Pero no: se queda en producto compresa; es decir, de usar y tirar una vez al mes. Entiéndanme, no todo lo que consumimos tiene que ser cine iraní independiente –Dios me libre, seríamos todos todavía más imbéciles de lo que ya somos–, pero los 11,99€ que pagamos mensualmente nos permiten exigir, al menos, que las series de entretenimiento no sean videoclips de 3 horas de duración.

Y mira que la cosa no pintaba mal. Los tres primeros episodios de Sky Rojo son estimulantes: la premisa inicial, como decíamos, promete emociones fuertes. La música –Camaron, Bomba Estéreo, Célia Cruz, Los Bravos– no puede estar mejor seleccionada. Y visualmente todo es fantástico. Hace la sensación de que los equipos de vestuario, maquillaje y ambientación se lo han pasado más bien que Xavier Graset en los Juegos Florales del cole de su hijo. Y con respecto a las interpretaciones, pues solvencia, también. Verónica Sánchez luciéndose en el papel de prostituta narcotizada con medicamentos de perro y Enric Auquer volviendo a clavar el papel de quillo agresivo que ya hizo en Quién a hierro mata. Papel que le sirvió para ganar a Goya, por cierto. ¿Es la cara? ¿Es el lenguaje corporal? ¿Es talento natural? Sea como sea, el rol de participante de Hermano Mayor lo ejecuta como nadie. Incluso Miguel Ángel Silvestre, haciendo de tío sensible pero no mucho, de macarra más cuadrado que el cubo de Rubik, lo hace bien.

¿Qué falla, pues? En primer lugar, el guión. A partir el cuarto episodio, la persecución queda desdibujada y pierde cualquier tipo de credibilidad. Una cosa es que tengas que poner obstáculos a las protagonistas para poder dotar la trama de giros y profundidad, y otra es que estas se comporten como pepinos de mar sin capacidad de raciocinio. No, dar vueltas sin sentido por una isla –una isla bastante pequeña– no te permitirá escapar del malvado proxeneta. Y todavía menos si, cuando tienes la oportunidad de sentenciarlo, decides salvarle la vida. Los aires de road movie no lo justifican todo.

Lo peor, en cualquier caso, acaba siendo el mensaje. No porque sea inadecuado –la explotación sexual se tiene que denunciar y la serie lo hace–, sino porque, en lugar de transmitirlo a través de las acciones de los personajes, de dejar que el público lo interprete, Álex Pina decide manifestarlo con diálogos y sentencias cursis, dignas de Albert Espinosa, y de alegorías de marca blanca, más propias de pseudobrokers del Bitcóin que de personajes reales. Muy poco elegante.

Ah, y el final. Pues a la altura de todo: aparte de no resolver ninguna trama –es lo que pasa cuando sólo tienes una–, es abrupto y poco trabajado. Si no fuera porque después aparece la careta con las letras de Sky Rojo, podrías llegar a pensar que se trata de una pausa publicitaria de Antena 3.