Llega la Navidad y, con ella, esa especie de pausa extraña que nos obliga a mirar atrás. A hacer recuento. No solo de lo que hemos hecho, sino también de lo que hemos dicho. Porque un año también se acaba a través de las palabras que hemos pronunciado —y también de todas las palabras que nos hemos callado—.
Hay frases que solo aparecen por Navidad: "Ja ens veurem per festes", "Bon Nadal i bona entrada d’any", "Cuida’t molt", "Que el 2026 et porti felicitat i salut", "Espero que aquest any t’hagi anat molt bé", etc. Hoy las escribimos a menudo en mensajes de WhatsApp, que han sustituido por completo a las postales que ya nadie nos manda a casa. Frases que no pretenden ser profundas, que decimos casi por costumbre y automáticamente, pero que, de algún modo, tejen un hilo invisible entre nosotros. Me gusta pensar que la lengua también sabe cómo felicitarnos, cómo cuidarnos y cómo consolarnos, aunque solo sea con un "Bones festes!" dicho con convencimiento (o escrito a última hora y antes de que acabe el año por WhatsApp).
El catalán, en Navidad, se vuelve más doméstico. Más de casa. Es la lengua de las largas sobremesas, de las correcciones de la tía que es profe de catalán, de las bromas del abuelo que solo hacen gracia si las dice tal como las ha dicho siempre… Nuestra lengua se arrastra suavemente entre platos, miradas y silencios. Y es aquí, entre turrones y canelones, donde descubrimos su fuerza: la lengua no solo comunica, también sostiene la memoria, las identidades y, en definitiva, a las familias.
La lengua nos define, nos acompaña año tras año, y sobrevive como un pequeño milagro silencioso que merece ser celebrado
A finales de año también pronunciamos frases que, durante meses, hemos ido posponiendo: "Ha estat un any dur", "Ens en sortirem", "L’any que ve serà millor". Y lo hacemos en la lengua que nos permite ser vulnerables sin aspavientos, con la que podemos expresarlo todo sin exagerar y con la que también los silencios hablan. En cada te quiero, en cada "gràcies", en cada "bon any", en cada "Que Nadal t’ompli de pau i alegria", hay una red invisible que nos une y nos conecta con lo que somos y con los que nos preceden. Hostia, disculpad esta profundidad, yo tampoco sé de dónde me sale ni me la esperaba… Estoy blandita o necesito vacaciones. O las dos cosas.
En resumen, acabar el año hablando catalán es un acto de amor y de resistencia. Es una manera de decir que estamos aquí, que nuestras palabras todavía tienen un lugar y que, a pesar de todo, nuestra voz todavía resuena. Y quizás el mejor propósito del año que viene no es hablar más ni hablar mejor, sino simplemente no dejar de decirnos las cosas importantes en nuestra lengua. Decir "t'estimo", decir "gràcies", decir "ja n'hi ha prou", decir "bon any", y decirlas todas con todas las letras y con todo el peso que tienen.
Y mientras todavía podamos cerrar el año así —con palabras dichas en catalán, dichas a tiempo, escritas a mano o enviadas por mensaje— querrá decir que seguimos existiendo, que nuestra lengua sigue 'siendo casa' (qué expresión más ridícula y hippy, ya lo sé), y que el mundo, aunque intente hacernos callar, de momento todavía no puede borrar la fuerza del catalán. La lengua nos define, nos acompaña año tras año, y sobrevive como un pequeño milagro silencioso que merece ser celebrado. ¡Celebrémosla, pues!
