Este fin de semana hace 125 años que el consejo de representantes de todas las asociaciones culturales políticas catalanistas, reunidos en asamblea en Manresa, aprobaba un texto que se presentaba como el proyecto de una constitución regional catalana. Era el año 1892. Y era la culminación de un largo viaje iniciado a principios de la centuria de 1800 que perseguía la recuperación nacional de Catalunya. Las Bases de Manresa son la proclamación de la mayoría de edad del catalanismo político. Y son el punto de partida de una sólida reivindicación que se empezaría a materializar en 1914, coincidiendo con el bicentenario de la destrucción del régimen foral catalán, perpetrada a sangre y fuego por el primer Borbón español en 1714. El año en que empezó la Primera Guerra Mundial, 1914, fue también el año en que el catalanismo político constituía la Mancomunitat de Catalunya, el primer organismo de autogobierno desde la Nueva Planta borbónica.

Catalunya el año 1914

La Nueva Planta borbónica (1717) pretendía ser la tumba de Catalunya en la medida en que la división provincial del ministro liberal Burgos (1833) tenía que ser la lápida y el epitafio. Después de la conquista militar borbónica, Catalunya fue reducida a la categoría de simple provincia de Castilla. A lo largo de 117 años, sin contar el intervalo de tiempo entre 1812 y 1814, durante el que Catalunya fue incorporada al imperio francés, esta fue una provincia más de la España castellana y unitaria de fábrica borbónica. Como lo eran Cuenca, Salamanca o Granada, por poner tres ejemplos. O como lo eran València, Aragón o las Baleares, por poner tres más. Los países de la antigua Corona de Aragón eran la España "incorporada" o "asimilada", en el lenguaje oficial de la época. Sometida a la intemporalidad castellana. El atavismo español. Contrapuesta a la España "uniforme" -la Corona de Castilla convertida en Reino de España- y a la España "foral" -los territorios vascos.

El ministro Burgos, seducido hasta la médula por el modelo jacobino -centralizador- francés (como buen liberal español que era), cuando tuvo el poder en sus garras (1833), descuartizó Catalunya y se"inventó" cuatro provincias que, históricamente, culturalmente, sociológicamente y económicamente, no tenían ni pies ni cabeza. Pero sí tenían un propósito ideológico: la definitiva asimilación de Catalunya a la España castellana. El cuarto de vuelta definitivo. Lo explicamos en un artículo reciente titulado "El descuartizamiento territorial de Catalunya". Y lo explica también un mapa muy curioso conservado en la Biblioteca Nacional de España -de 1850-, que evidencia los oscuros propósitos del nacionalismo liberal español, relevo estratégico de la caspa borbónica del siglo anterior. La Catalunya de 1914 era el resultado del perverso descuartizamiento de Burgos y de sus sucesores -liberales y conservadores: "Cataluña, cuatro: Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona".

La Mancomunitat

Prat de la Riba, presidente de la Diputación de Barcelona, concibió la agrupación de las cuatro diputaciones catalanas en un organismo que llamó Mancomunitat. No era tan sólo poner remedio a la enésima tontería española. O perversidad. O las dos cosas juntas. Significaba concentrar todas las competencias administrativas de los entes provinciales en un organismo de dimensión catalana. Era el primer paso firme hacia la recuperación de las instituciones de gobierno propias, reivindicadas 22 años antes en Manresa. La Mancomunitat se articuló como una verdadera estructura de Estado: una Presidencia, un Consejo Permanente -constituido por la Presidencia y 8 consejerías- y una Asamblea General -formada por los 96 diputados electos en los comicios municipales que representaban todas las comarcas de Catalunya. Un gobierno y un parlamento. El viejo sueño catalán tomaba forma, casualmente o no, en el 200 aniversario de la derrota de 1714.

El camino de Manresa a la Mancomunitat

La Mancomunitat no surgió por generación espontánea. Ni por una conjunción astral. El año 1911, con la experiencia del desastre español de Cuba (1898) -la evidencia de la manifiesta incapacidad de la clase política española-, del Cierre de Cajas (1899) -la primera revuelta fiscal catalana-, de la creación de Solidaritat Catalana (1906) -el primer bloque político catalanista- y de la Semana Trágica (1909) -la enésima plantada catalana a las levas forzosas-, las elites políticas, económicas y culturales del país pensaron que había llegado la hora. En Madrid -es decir, en España- recibieron la condescendencia del presidente Canalejas, probablemente el mejor gobernante español del siglo XX, pero que no era más que una versión vintage del Zapatero contemporáneo del "apoyaré el Estatuto". Con un difícil juego de equilibrios parlamentarios, consiguió satisfacer las demandas catalanas. Asesinado poco después, la Mancomunitat acabaría autorizada -y recortada- a trompicones políticos.

La obra de la Mancomunitat

Prat de la Riba, primer presidente, proclamó solemnemente que la Mancomunitat cerraba un largo periodo que había empezado con la caída de Barcelona en 1714. Pero el nuevo organismo creado -o mejor dicho, reunido- era una concesión simbólica que, como personalidad, lo era todo, pero como poder, no era nada. En la pintoresca terminología española, era un organismo autorizado "para fines exclusivamente administrativos que sean de la competencia de las provincias". Y a pesar de eso, durante su existencia real (1914-1923), desplegó una actividad frenética dirigida a la modernización de la educación, de la cultura, de la economía y de las infraestructuras catalanas. Dar respuesta a las demandas de la sociedad catalana. En definitiva, materializar el ideal europeísta de las elites políticas, sociales, económicas y culturales del país -el espíritu de Manresa-, acercando Catalunya a los estándares de desarrollo de las regiones más avanzadas del continente.

"Que no haya un solo municipio de Catalunya que deje de tener, aparte de los servicios de policía, su escuela, su biblioteca, su teléfono y su carretera". Esta fue la máxima que presidió la obra política de la Mancomunitat. Construcción de infraestructuras -carreteras, ferrocarriles, zonas francas, comunicaciones telefónicas y de aviación comercial. Universalización de la enseñanza primaria -creación de una red de escuelas rurales y de barrio. Mejora de la educación -formación de maestros para una escuela moderna y catalana. Impulso decidido a la formación profesional y técnica -creación de escuelas industriales, escuelas de enfermería, de capacitación agraria y de gestión de laboratorios. Construcción de una red cultural -bibliotecas, servicio meteorológico. Protección, catalogación y museización del patrimonio artístico e histórico. Y sobre todo, recuperación de la lengua y de la cultura catalanas. Situar la lengua del país en la categoría de lengua nacional.

La liquidación de la Mancomunitat

En 1923 se produjo un golpe de Estado que acabó con el régimen democrático. El general Primo de Rivera, con la complicidad del rey Alfonso XIII y con el apoyo de los poderes económicos -banqueros, industriales y latifundistas, asustados por la dimensión que adquiría el movimiento obrero-, disolvía todas las instituciones democráticas e imponía la ley de los cuarteles militares. La Mancomunitat fue intervenida y entró en una etapa de inacción (1923-1925). Su presidente electo, Puig i Cadafalch, sucesor de Prat de la Riba, fue destituido y sustituido por una nómina de personajes de reconocida trayectoria anticatalana que la vaciaron hasta convertirla en un "zombi" político. El último, Milans del Bosch, capitán general de Catalunya. Rezumaba la España atávica y eterna -preludio del franquismo- de uniformes y sotanas. Aquella del caciquismo, de la ignorancia, de la superstición y de los tópicos perversos. La del "recio castellano, el pérfido catalán y el perro andaluz". La de El crimen de Cuenca y Los santos inocentes. Y Primo de Rivera la sentenciaba definitivamente argumentando que la Mancomunitat "ayudaba a deshacer la gran obra nacional". La española, por supuesto.

 

La lengua y la cultura catalanas se convirtieron en objetivo prioritario de la persecución desatada. Se imponía la cultura del "no sabe usted con quien está hablando" y la ideología del "hábleme usted en cristiano, que yo pueda entenderle". Toda la red cultural del país -asociaciones, ateneos, entidades- fue perseguida, sancionada y clausurada. Incluso hubo un intento serio de ilegalizar el Futbol Club Barcelona, que quedó en una larga clausura del estadio. Pero a pesar de la potente represión, la sociedad catalana no perdió la referencia de los años de libertad y de autogobierno. La Mancomunitat había sido el primer paso en firme en el camino hacia la plena recuperación de las libertades y de las instituciones catalanas. Derribada la dictadura, en los primeros comicios electorales (1931), la sociedad catalana otorgó la confianza de forma mayoritaria a la Esquerra Republicana de Francesc Macià, que alcanzaría la segunda estación del viaje hacia el estado propio: el Estatuto de Autonomía de 1932.