Últimamente, ya no desayunamos. Desayunar suena demasiado antiguo, demasiado de abuela, demasiado de cafetería con neones azules y prensa arrugada. Ahora quedamos para hacer un brunch, porque desayunar a las once de la mañana no es desayunar: es hacer un brunch. ¿Y qué comemos? Tostadas con aguacate y iced matcha con bebida vegetal. Vivimos una estética, y como toda estética contemporánea, esta se construye a través de una lengua concreta y, oh, sorpresa: esa lengua no es la nuestra. Porque el catalán nunca está de moda, ni es lo bastante cool, ni lo bastante contemporáneo, ni lo bastante moderno, y menos aún... para hacer un brunch.

Vivimos una estética, y como toda estética contemporánea, esta se construye a través de una lengua concreta y, oh, sorpresa: esa lengua no es la nuestra.

Las cartas de muchas cafeterías urbanas podrían estar perfectamente escritas por una IA entrenada con Pinterest, TikTok y catálogos de IKEA. Ya no tomamos “café con leche”, ahora pedimos un “latte”. Ya no comemos “yogur con fruta”, ahora hacemos “fruit bowls”. Ya no nos tomamos un “café con hielo”, ahora pedimos un “iced coffee”. Y, por supuesto, si comemos pan con cosas encima, siempre ha de ser “whatever toast”, porque “tostada con cualquier cosa” suena a desayuno de domingo con resaca, no a ritual matinal de persona emocionalmente sana.

Hay una especie de deseo colectivo de performar bienestar a través del lenguaje. Pero es un bienestar de importación. Usar anglicismos en este contexto no es casual: no responde a una carencia léxica, sino a una intención simbólica. Cuando dices “latte” no estás solo bebiendo un café con leche: estás bebiendo un estilo de vida. Estás pretendiendo que formas parte de un mundo elegante, cosmopolita, minimalista y plant-based. Y ahí es donde queda claro que el brunch no es solo una moda alimentaria, sino una estructura discursiva. También nos alimentamos de lenguaje, y ese lenguaje nos sitúa socialmente.

Usar anglicismos en este contexto no es casual: no responde a una carencia léxica, sino a una intención simbólica.

Como filóloga, me fascina ver cómo este imaginario de origen anglosajón o estadounidense (hay distintas teorías sobre dónde y cuándo nació el “brunch”, que por cierto es la unión de los términos breakfast y lunch) no solo se ha apropiado de nuestro tiempo libre, sino también de nuestro vocabulario. ¡Qué selectiva es esa apropiación! Adoptamos palabras como smoothie y expresiones como take away, gluten free o banana bread, y eso (quizás sin quererlo, o quizás queriéndolo mucho) nos aleja de toda referencia a la comida de aquí, a la comida de proximidad. ¿Es que no es suficientemente “instagrameable” un pan con tomate o un “para llevar”?

La colonización lingüística del brunch es sutil, pero persistente. ¿Cuántas cafeterías de moda existen que escriban “pan integral con aguacate y huevo pasado por agua” en la pizarrita o en la carta? Y claro que la mayoría sabemos leerlo en inglés, pero... ¿qué nos pasa y por qué nos gusta tanto traducirlo todo? Hoy tampoco hablaremos de los locales que ni siquiera incluyen el catalán en su carta porque nos haríamos daño… En fin, diría que lo que nos pasa es una mezcla de postureo, aspiración y complejo idiomático, y parece que arrastramos esa mezcla de forma generacional.

Hablar de comida en inglés hace que parezca más sana, más cool, ¡más limpia! Es un fenómeno que va mucho más allá del brunch. Forma parte de una dinámica lingüística más amplia, en la que el inglés opera como lengua de prestigio cultural, sobre todo en el ámbito del consumo emocional: alimentación, bienestar, autocuidado, moda, productividad. Decir que estás en tu healing era suena terapéutico y cuidado; decir que “te estás rehaciendo”, en cambio, suena bastante depresivo. Y eso también lo arrastramos cuando pedimos el café. “Matcha latte with oat milk” (me lo estoy inventando, que me perdonen los baristas del mundo moderno si esto no existe) o “té verde con leche de avena” (también es correcto decir avena, que lo sepáis), porque lo primero te conecta con Londres y lo segundo te recuerda que vives en Gràcia con tres personas más.

El idioma, como la ropa o la comida, dice quiénes somos o quiénes querríamos ser. Y quizás por eso nos hemos entregado tan fácilmente a esta estética beige, llena de palabras extranjeras, tazas grandes hechas en talleres de cerámica y fotos con luz natural.

El idioma, como la ropa o la comida, dice quiénes somos o quiénes querríamos ser. Y quizás por eso nos hemos entregado tan fácilmente a esta estética beige, llena de palabras extranjeras, tazas grandes hechas en talleres de cerámica y fotos con luz natural. Porque en el fondo el brunch nos permite construir una versión de nosotros mismos más (aparentemente) presentable, más cuidada, más ordenada.

El lenguaje que usamos para pedir cualquier cosa dice mucho más de lo que parece. Y la manera en la que comemos es también la manera en la que nos vemos y en la que queremos que nos vean.

El lenguaje que usamos para pedir cualquier cosa dice mucho más de lo que parece. Y la manera en la que comemos es también la manera en la que nos vemos y en la que queremos que nos vean. Y yo, como Rosalía, también “me contradigo”… porque de vez en cuando, lo admito y lo reconozco, también frecuento esos locales y también pido un iced latte o un flat white. Por tanto, también colaboro y participo de alguna forma en toda esta parafernalia ritual del brunch. Solo quería que nos hiciéramos algunas preguntas… ¿De dónde viene esta estética? ¿Por qué nos hace sentir mejor un brunch escrito en inglés que un desayuno escrito en catalán? ¿Qué pasa cuando la lengua cotidiana queda excluida de las prácticas de consumo más trendy? Y, sobre todo: ¿cómo es que estamos tan dispuestos a cambiar nuestra lengua por una que ni siquiera hablamos con fluidez o buena pronunciación? Y ya acabo, pero… ¿Os acordáis de cuando desayunábamos un bocadillo de tortilla y un café con leche y no hacíamos ninguna foto?