Uno de los misterios que nunca conseguirá resolver la historia de la literatura es descubrir para quién escribe un escritor. ¿Para los lectores? ¿Para él mismo? ¿Para el amante? ¿Para el perro? ¿Para las piedras? ¿Para nadie?

Son bastantes los posibles destinatarios de un texto, muchas las veces que se pregunta a los autores por esta cuestión e infinitas las respuestas que existen, porque cada uno, en el fondo de su inquietud, le encuentra una finalidad diferente al acto de escribir. García Márquez decía que escribía para que lo quiseran más. Algunos pobres idiotas sostenemos que lo hacemos para odiarnos un poco menos.

De un extremo a otro, cualquier justificación es válida, pero sin embargo no dejamos de sorprendernos cuando nos enteramos de que alguien lo da miedo un motivo inesperado, todavía más cuando este alguien es uno de los grandes. Es el caso de Franz Kafka y los textos que escribió en Berlín un año antes de su muerte, probablemente los últimos, que se dirigían a una niña pequeña que acabaría siendo la única lectora que los pudo disfrutar, ya que los manuscritos desaparecieron y no se ha vuelto a saber nunca más nada.

El gran sueño de Kafka

Cuando el 1923 Kafka cumplió uno de sus sueños y se instaló en la capital de Alemania, dejando definitivamente atrás la casa y el negocio familiares de Praga, así como todos los sanatorios en los cuales había sido ingresado, se encontró una ciudad de la cual casi sólo quedaban los osos. Berlín todavía sangraba por el desenlace de la Gran Guerra. Hacía sólo cuatro años del Tratado de Versalles, y el país perdedor pagaba cara, con hambre y miseria, su derrota en el conflicto.

Kafka, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de saborear la vida que quedaba. Después de todo, era lo que había deseado desde joven. Escapar de la exigencia paterna, no tener que cumplir el horario de un oficinista, ser un hombre corriente sin másocupaciones que leer y escribir. Cada tarde, enterrado dentro del traje y con su inseparable sombrero en la cabeza, salía a pasear, normalmente acompañado de su pareja de entonces, la joven periodista Dora Diamant, en la que había conocido en unas vacaciones en Müritz, y se perdía despreocupado por las calles berlinesas. Nunca había sido tan feliz.

Kafka1906
El escritor Franz Kafka el año 1906

El parque, la niña y la muñeca

Un día, en uno de estos vuelcos improvisados, Kafka se adentró en el parque de Steglitz, y mientras lo cruzaba, se tropezó con una niña pequeña que lloraba sin cesar. Cuando le preguntó qué le pasaba, ella, sollozando, le explicó que había perdido su muñeca preferida. Y fue entonces que Kafka, tratando de consolarla, se inventó la historia. La muñeca, le dijo, no se había perdido, sino que se había marchado de viaje, a conocer mundo. Y lo podía asegurar porque trabajaba de mensajero y tenía en su casa una carta que la muñeca había escrito para ella, que le llevaría el día siguiente.

Aquella noche, el autor de La metamorfosis se encerró en el estudio para escribir la carta. Según Diamante, que es la única que pudo explicar la anécdota, lo hizo con la seriedad y la obstinación que lo caracterizaban, "entrando en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba en su escritorio, fuera para escribir una carta o una postal". Al fin y al cabo, Kafka nunca supo tomarse su vocación de otra manera.

La imagen recuerda a la que recuperó en una entrevista el también escritor Fabio Morábito, que cada vez que su hijo se ponía enfermo y le tenía que preparar un justificante para la escuela, necesitaba una hora por terminar el encargo, ya que era imposible que no tuviera que mover una coma de lugar o no reescribir la misma frase unas cuantas veces. "Un escritor es el que, en rigor, no sabe escribir", exponía Morábito. "Nadie sabe escribir, pero un escritor es el que se da cuenta de ello y convierte aquello en un problema".

Aventuras lejos de Berlín


La correspondencia entre la muñeca y su propietaria se alargó tres semanas, a razón de una carta por día. Kafka siempre remarcaba el amor que el juguete le hacía llegar a la niña, en la que echaba muy de menos, pero con quien no se podía reunir de nuevo porque sus aventuras la mantenían lejos de Berlín.

Cuando, para cerrar la correspondencia, el autor aplazó indefinidamente el retorno de la muñeca anunciando que se había casado y había tenido hijos en el extranjero, su pequeña lectora, fascinada, ya no lloraba por la pérdida. La historia la había cautivado del todo.

El de la muñeca y la niña, a pesar de que no muy conocido, es uno de los capítulos más bellos del recorrido literario de Kafka. Como no podía ser de otra forma tratándose de él, sin embargo, tampoco escapa de las sombras de la memoria ni de las tentaciones de la ficción, teniendo en cuenta que las cartas no se conservan y que la parte de los diarios que el autor escribió en aquella época, donde habría podido aparecer alguna referencia, acabó más tarde en manos de la Gestapo.

franz kafka
Frank Kafka dedicó sus últimos relatos a una niña y su muñeca perdida

El último aliento

Todo el que sabemos de aquel encuentro kafkiano en el parque de Steglitz, como decíamos, es por lo que explicó Diamant cuando su compañero ya había muerto. Que el relato brilla con una luz especial, sin embargo, es indiscutible. Tanto, que algunos narradores lo han utilizado para alimentar su obra. Como Jordi Sierra i Fabra, que en el 2007 ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Kafka y la muñeca viajera, un libro inspirado en aquella relación epistolar. O Paul Auster, que incluyó la peripecia en un fragmento de su novela Brooklyn Follies.

César Aira es otro de los escritores que al tropezar con la historia se han visto obligados a hacerle una mención especial. En su caso, incluso, fue más allá, y en un artículo que salió publicado en El País el 2004, el argentino explicó que el gran experto en Kafka, el editor Klaus Wagenbach, buscó durante años en la poseedora de las cartas, interrogante a los vecinos del parque, consultando el catastro de la zona o poniendo avisos a los diarios, pero sin fortuna. La misteriosa niña no volvió a dar señales de vida.

Unos meses después de aquel episodio, la salud de Kafka volvió a empeorar a causa de una pulmonía, y su estancia anhelada en Berlín tuvo que interrumpirse bruscamente. Sus familiares se lo llevaron en Praga, y un tiempo más tarde, con la enfermedad ya descontrolada por una tuberculosis en la laringe, lo internaron en Austria. Hasta allí viajaría Dora Diamant, para pasar las últimas horas al lado de su querido. Y también Max Brod, el famoso amigo del autor, a quien un Kafka sin fuerzas, fundido en la camilla, hizo prometer que quemaría todos sus escritos, hasta entonces desconocidos.

Ya sabemos qué decidió hacer Brod con aquella promesa. También qué no pudo hacer. Porque lo que nunca vería la luz serían aquellas cartas de la muñeca intrépida. El último aliento de esta criatura extraña y colosal que es la literatura de Kafka, que, en este caso, sí que fue conformado por un destinatario único y afortunado: una niña que esperaba cada tarde sentada en un banco de un parque berlinés.