Como Galatea, una domadora de focas inspirada en una artista que había conocido de niño y reencontrado ya escritor y articulista de Mirador, Josep Maria de Sagarra hubo de desprenderse de lo que más quería–el público y la popularidad o las bestias en cada caso– antes de marcharse precipitadamente de su circo vital. Uno de los escritores más reconocidos, profesional de la letra, capaz de hacer que el pueblo supiera sus poesías de corazón y se llenaran los teatros para ver L'hostal de Glòria o El café de la Marina, autor de la letra de la Olimpiada Popular, se tuvo que marchar del país el año 36, disfrazado y custodiado por cuatro mossos de escuadra de paisano, después del asesinato de su amigo Josep Maria Planes y de las amenazas de los anarquistas que llevaban la Revolución.

Exiliado en París, después de un viaje de novios a Tahití que reflejó a La ruta azul, vivió la caída de la capital francesa antes de volver a una Barcelona en manos franquistas. De vuelta en casa, desaparecido su mundo de antes de la guerra, se incorporó a la recuperación clandestina, mientras escribía El poema de Montserrat. Asqueado con el ambiente cultural y social de la época, después de la Segunda Guerra Mundial se marchó a París con su mujer, Mercè Devesa, y su hijo Joan. Allí, en una ciudad que todavía se curaba las heridas de la Ocupación y la guerra, vio obras de Eugene O'Neill y Tennessee Williams, un montaje de El Proceso de Kafka, y conoció las últimas novedades de Cocteau o Sartre. El poeta y dramaturgo se dio cuenta de que con la muerte de aquella "vieja Europa", que filtra en las añoranzas de Aquiles y el doctor Baruc, y en el hundimiento de todos los antiguos referentes morales e intelectuales que habían acabado en los campos de exterminación, hacía falta revisar su teatro y alinearlo hacia nuevos lenguajes.

Galatea. Josep Maria de Sagarra. TNC May Zircus

Escribir teatro después de Auschwitz

Después de un cataclismo como la Segunda Guerra Mundial –que para|por Sagarra había tenido un prèambul de Guerra Civil y exilio– no se podía hacer como si nada hubiera ocurrido. Por eso, recuperando a aquel personaje del Circo Gleich como protagonista, empezó a escribir Galatea desde París mismo y siguió escribiéndola cerca de la frontera con Suiza. Toda la experiencia de huidas precipitadas, de trenes repletos, de traiciones y asesinatos, de campos de exterminación y empleos|ocupaciones, de papeles falsificados y triunfos de los sin escrúpulos quedó reflejada en aquella "sátira moral sobre el fondo elegíaco del poema circo", que Sagarra quería que "respirara este confusionismo catastrófico que nos ha llevado a la guerra, la cual llega a marcar de leprosa ferocidad todo aquello que veinte años atrás parecía inalterable".

Galatea, una mujer madura, tiene que gastarse de sus focas para huir de una ciudad indeterminada –que todo indica que es París–, vendiéndolas al carnicero Samson, a un hombre sin escrúpulos secretamente enamorado del artista. La antigua estrella de circo, sin embargo, confía al poderse reinventar como las tres líneas de vida que tiene en la palma de la mano, mientras huye acompañada del payaso Jeremíes, homosexual y alcohólico, alma gemela y voz de la conciencia de la protagonista. En la huida conocerá a Aquiles, otro fugitivo –"del pueblo escogido", como confesará, y como judío se nos anunciará su final en los campos–, que tampoco demostrará tener demasiadas prevenciones morales en un mundo que se hunde, pero con quien convivirá entre proyectos de una fábrica de jabón que no se concretará nunca y la aparición de Eugènia, la hija que, casada con un hombre rico siempre lo había rechazado. Fusilado su marido, Eugènia se dispone a representar, con gran vanidad y oportunismo, el papel de viuda de un patriota. Al tercer acto, descubrimos el mundo de la posguerra: el carnicero Samson, después de todo tipo de negocios sucios que lo han llevado incluso en la prisión, se ha convertido en un magnate, propietario de empresas, bancos y medios de comunicación, mientras su objeto de deseo y ambición, Galatea, se ha reconvertido en cantante y pasa las noches en un café entre artistas, poetas y jóvenes existencialistas, cínicos y descreídos.

Galatea. Josep Maria de Sagarra. TNC May Zircus

Un clásico europeo con poca fortuna

La obra acaba de estrenarse al Teatro Nacional de Catalunya, dirigida por Rafael Duran y con un amplio reparto encabezado por la gran Míriam Iscla –la llamaríamos la actual gran dama del teatro catalán, si no quedara un punto ramplón–, donde encontramos un grupo de sólidos talentos como los de Anna Azcona, Nausicaa Bonnín, Roger Casamajor, Borja Espinosa, Pep Ferrer, Jordi Llovet, Carol Muakuku, Quimet Pla, Santi Ricart y Ernest Villegas. Lo hace a la Sala Pequeña y quizás por|para la tozudez sagarriana del director del TNC Xavier Albertí, que durante su mandato que ya se acaba ha conseguido montar La fortuna de Sílvia, La Rambla de les Floristes y Pájaros y lobos. Viendo el espectáculo, uno tiene la sensación que si la obra fuera de otro autor, ya se habría convertido en un clásico. O bien, dicho de otra manera, Galatea sería un clásico europeo –no hay ni una briznade localismo– si en caso de que su autor la escribió en catalán.

La fortuna de Galatea, sin embargo, fue desde el primer momento escasa. Sagarra recordaba que el estreno al Victoria coincidió con una ola de frío y que, por falta de calefacción, el público asistente tuvo que ver la obra con el abrigo puesto. Con aquel ambiente gélido, la propuesta renovadora y moderna de Sagarra, incardinada a los nuevos estilos y a los grandes debates intelectuales de la Europa de posguerra, tuvo una acogida muy poco entusiasta. El público catalán quería otra cosa. Lo explicaba el hijo del dramaturgo en una entrevista "prohibida" con Jordi Galves: "En 1947, volviendo de Paris, intentó hacer un tipo de teatro diferente, Galatea, y cuando ve que no funciona, vuelve a aquello de antes y escribe Las viñas del Priorat. Y después El heredero y la forastera y la gente acude en masa, y como mi padre no estaba para hostias, dijo, eso queréis, pues eso tendréis. Lo intentó pero no funcionó".

Sagarra, como Galatea, se vendió las focas y confió en su capacidad de adaptación, con un teatro popular que no hiciera pensar demasiado. A partir de entonces, sería el "amo" del Romea, el autor de La herida luminosa y el rey del teatro de aficionados. No en balde, aquella reorientación vital coincide con su alejamiento del compromiso civil con la resistencia y una cierta adaptación al magma de la cultura oficial franquista.