Hubo un tiempo en que la política era un escenario de ideas fuertes, de palabras bien afiladas y de discursos que, a pesar de ser vehementes, mantenían una forma y una dignidad. Hoy en día, en cambio, los discursos institucionales parecen una cadena de frases lanzadas al aire, una especie de pelea verbal sin ningún tipo de rigor ni previsión

Las intervenciones del Parlament o del Congreso se han convertido en un ciclo de ruido y banalidad: repeticiones absurdas, comparaciones lamentables y comentarios que rozan la vergüenza ajena. Todo ello envuelto en una falsa espontaneidad, como si aparentar ser espontáneo fuera sinónimo de ser auténtico. La naturalidad (o más bien, la falsa naturalidad) no justifica la pobreza expresiva; ni la indignación ni la pasión tienen que servir de cortina de humo para la pereza lingüística.

La política se ha adaptado al mundo de las redes, al reinado del fragmento y del clip

Esta degradación no es casual. Hay una lógica detrás: la política se ha adaptado al mundo de las redes, al reinado del fragmento y del clip. Buscamos la viralidad en el ámbito político, ¡incluso en un contexto tan delicado y serio! Ya no se valora quién hace un discurso estructurado y coherente, sino quién dice una frase que se puede compartir en un tuit. La consigna corta ha borrado el razonamiento largo; el eslogan inmediato ha sustituido el argumento profundo. Y así, las intervenciones parlamentarias se enfocan y se preocupan más por el impacto mediático que tendrán que en las ideas que se defienden en ellas.

Vemos políticos que buscan la provocación barata, que juegan con la teatralidad (a veces incluso grotesca) porque saben que el espectáculo es lo que engancha. La política ya no es un apasionante combate intelectual, sino una especie de reality show con gritos, miradas y pausas dramáticas y gestos escenificados. En este guion, el cuidado de la palabra no es importante: son mucho más importantes el ruido, la risa y la polémica.

Este lenguaje, a menudo agresivo, también forma parte de una estrategia consciente. Cuando la corrección lingüística se considera elitista y la precisión se considera sospechosa, el deterioro deja de ser accidental y pasa a ser institucional. El lenguaje ya no es un instrumento para construir debate, sino más bien un arma para atacar, descalificar y movilizar emocionalmente.

Y pagamos un precio muy alto: la pérdida de la palabra bien articulada significa la pérdida de la capacidad de pensar con profundidad, de matizar y de liderar proyectos bien argumentados. Si la palabra se devalúa, la política se vuelve frívola. Y si la política se vuelve frívola, la democracia… vete a saber.

Quizás el sentimiento más grave no sea la indignación, sino la vergüenza: muchos ciudadanos nos sentimos avergonzados por el nivel de las intervenciones parlamentarias, pero hemos normalizado esta vergüenza. Hemos ajustado nuestras expectativas a la baja y aceptamos discursos que antes habrían sido impensables en una institución democrática.

La palabra puede recuperar su dignidad. Hablar bien no es pedantería: es responsabilidad y es respeto: hacia nosotros mismos, hacia la institución y hacia la democracia y hacia los contrincantes políticos. Tenemos que reclamar un lenguaje digno porque un lenguaje digno es la base de una política digna. Es hora de decir que no basta con hacer ruido y de defender que la palabra importe tanto o más que el gesto.

O somos capaces de recuperar el valor de la palabra en la política, o tendremos que aceptar que somos un país —políticamente y discursivamente hablando— mediocre y nefasto. A mí no me representan todos estos que confunden hablar con hacer ruido, ni convencer con gritar. No quiero un futuro escrito en frases de medio palmo, referencias deplorables ni insultos reciclados. Quiero una política que sepa pensar, escuchar y decir. Quiero políticos que entiendan que hablar bien no es un lujo: sino un deber, su deber. Y, si no son capaces de ello, que se callen y den un paso al lado, pero ya basta de hacernos perder el tiempo y la dignidad.