En 1965, el diario barcelonés El Noticiero Universal propuso al filósofo Julián Marías un viaje a Catalunya desde Soria, con el propósito de escribir una serie de artículos. De esta manera, se publicaron, entre el 28 de octubre y el 9 de diciembre, quince artículos largos que posteriormente se editarían con el título Consideración de Cataluña.

Marías, nacido en Valladolid en 1914, era uno de los discípulos principales de José Ortega y Gasset. Licenciado en 1936, participó en la Guerra Civil en el bando republicano, como traductor y redactor de prensa, hecho que le comportó depuración y cárcel. Gracias a avales y testigos pudo evitar una condena mayor, pero rehusó reincorporarse a la Universidad para evitar el juramento de los Principios Fundamentales del Movimento. En 1948 fundó con su maestro Ortega el Instituto de Humanidades y hasta 1951 no pudo doctorarse –aunque tenía terminada la tesis desde hacía nueve años. Como intelectual católico participó en el Concilio Vaticano II y fue nombrado senador por designación real en las Cortes Constituyentes de 1977.

En esos artículos de 1965, de alguna manera, Marías rompía el tabú sobre Catalunya y la cuestión catalana en la prensa –después de años de discurso único del franquismo, que había silenciado cualquier disensión con la censura–, aproximándose con una actitud positiva y cauta.

El autor recibió muchas respuestas, críticas negativas, especialmente desde posiciones españolistas, pero también catalanistas, que el régimen impidió que fueran publicadas en la prensa. Maurici Serrahima que también era un escritor católico y demócrata, y prestigioso hombre de letras catalán, escribió a Marías, respondiendo algunas de las observaciones que hacía el filósofo de Valladolid. Posteriormente, el abogado catalán pronunció una conferencia en el salón de actos del diario Pueblo, en Madrid, que versaría sobre la cuestión catalana, en un ambiente tenso, en la que respondía a puntos concretos del texto de Marías.

El texto de Serrahima se publicaría también como libro: Realidad de Cataluña. Las principales discrepancias eran: la afirmación de Marías que Catalunya no había sido nunca una nación, sobre la base que durante la Edad Media no había habido naciones, sino que era un fenómeno posterior; también criticaba la consideración de Marías que los catalanes hablaban mal el castellano, como algunos castellanos o aragoneses, refutado por Serrahima en que eso se debía a que el castellano era una lengua aprendida, no propia ni mucho menos "común", como defendía Marías. Serrahima también discrepaba en la aseveración de que Castilla no había oprimido a nadie, y que harían bien los catalanes no de no caer en el resentimiento o en ensimismarse y que tenían que olvidar cualquier suspicacia.

Estas ideas, entre comprensivas y paternalistas, favorables a la personalidad y al carácter regional de Catalunya, pero incómodos con lo que tenía de diferencial y el cierre en sí mismo del catalanismo, un hecho que le hacía reclamar una mayor apertura de Catalunya a España –ya que para Marías la manera de ser muy español (y muy europeo), era ser muy catalán– quedan reflejadas en el artículo seleccionado para esta serie.

 


La realidad regional

Julián Marías
El Noticiero Universal, 23 de novembre del 1965

Cataluña es una región con extremada personalidad; esto me parece sumamente interesante, y volveré sobre ello; me parece, además, deseable; nada me inquieta como la evaporación de las diferencias y los matices, como la homogeneización, porque esto provoca una entropía social que amenaza con la paralización y la muerte de la actividad creadora. Cataluña tiene además una enérgica conciencia de personalidad, lo cual es distinto y menos frecuente en España. No me estorba, por supuesto, esa conciencia, pero me provoca algunas leves inquietudes; una, que los catalanes piensen demasiado en su personalidad, lo cual puede mermar su espontaneidad y, paradójicamente, atenuar esa personalidad misma; otra, parecido al riesgo del hombre que lleva un diario –siente la tentación de vivir “para él”, de vivir de suerte que el diario sea muy interesante–, que Cataluña “cultive” su personalidad en lugar de simplemente “vivirla”; y una tercera, muy de temer en nuestras tierras, que se busque la personalidad preferentemente en lo diferencial, sin advertir que esto sólo tiene realidad y sentido sobre el fuerte torso de los rasgos comunes españoles, desde los cuales se constituye el “quién” originario e irreductible de Cataluña. Porque Cataluña no es quien es por ser distinta, sino por ser, con algunas diferencias.

Es evidente que Cataluña ha tenido no pocos motivos para tomar una actitud de suspicacia, y es de elemental honestidad reconocerlo, pero si yo tuviera alguna autoridad para dar un consejo a los catalanes –es notorio que no la tengo–, sería el de olvidar la suspicacia, aun más allá de los límites en que está justificada, y practicar lo que podríamos llamar, a imagen de la “duda metódica” cartesiana, la “confianza metódica”. Sería excelente que se acostumbraran a “dejarse vivir”, aun a sabiendas de todos los riesgos, dándolos provisionalmente por inexistentes, persuadidos de que lo más arriesgado es tener presente todos los riesgos, porque ello frena la espontaneidad, hace imposible la holgura, inhibe ciertas delicadas funciones creadoras que son las que sustentan y nutren la personalidad y hacen posible su auténtico despliegue.

Es evidente que Cataluña ha tenido no pocos motivos para tomar una actitud de suspicacia, y es de elemental honestidad reconocerlo

Adviértase que con esto no me refiero a la “afirmación” de Cataluña.  En primer lugar, toda afirmación me parece, en principio, buena. Además, el entusiasmo de los catalanes por Cataluña, su apasionamiento por ella, la emoción que ponen en cuanto la toca, me parecen sencillamente ejemplares, sobre todo en una época en que está de moda hacer ascos o tomar un gesto de indiferencia hacia casi todo, y en particular hacia lo que se es. Está el mundo demasiado lleno de gente a quien “le da lo mismo”, para quien “tanto da” haber nacido en un lugar como en otro, y si me apuran en uno otro sexo, y conforta a ver a tantas personas abrazadas con fervor a su condición propia. Lo que yo quisiera es ver ese entusiasmo liberado, exento de todo elemento negativo, llevado su plenitud, que siempre efusión y nunca retraimiento.

Cada vez resulta más evidente que el hombre necesita tener raíces, porque es una realidad circunstancial. Y no hay más manera real de universalidad queda que arranca de una inserción local viva y precisa. El que es “de todas partes” o “de cualquier parte” no es de ninguna, y sólo que el que se arraiga fuertemente la sociedad a la cual pertenece puede, desde esa perspectiva, vivir auténticamente las demás.

El que es “de todas partes” no es de ninguna, y sólo que el que se arraiga fuertemente la sociedad a la cual pertenece puede vivir auténticamente las demás

Esta es la función inexcusable de las regiones de Europa, que en un libro teórico, La estructura social, intenté precisar hace 10 años. Las regiones, decía yo allí, son “sociedades ejecutivas”, a través de las cuales el individuo se inserta la sociedad más amplia de la nación. El modo concreto de ser español es ser andaluz, castellano, catalán, gallego, aragonés, vasco… No es fácil ni probable ser “directamente” español; en algunos casos imposible. Concretamente, en el caso de Cataluña. Cuando se pretende –porque hay gente para todo– que los catalanes no sean o sean menos catalanes para que sean verdaderamente españoles, se comete el más grave error: sólo siendo “muy” catalanes –lo cual no quiere decir catalanistas, porque el “ismo” suele encubrir una debilidad o una inseguridad– pueden ser plena y holgadamente españoles.

En el caso de una región desdibujada o residual, quizá otra cosa sea posible; en una región de tan firme y acusado perfil como Cataluña, solo la energía y vitalidad de la sociedad insertiva hace posible la efectividad de la inserción. Nada hay más antiespañol que intentar disminuir la personalidad de Cataluña.

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Me explicaré un poco más. Cuando la personalidad de Cataluña, por desfallecimiento propio, por incomodidad, por limitaciones externas, está debilitada y en crisis, la atención de los catalanes se concentra automáticamente sobre sí mismos, de manera enfermiza, desconfiada y suspicaz. Recuerdo una admirable página de Ortega, un grandísimo ensayo de El Espectador, “Cuando no hay alegría”, que comienza con estas palabras: “Cuando no hay alegría, el alma se retira un rincón de nuestro cuerpo y hace de él su cubil. De cuando en cuando da un aullido lastimero o enseña los dientes a las cosas que pasan. Y todas las cosas parece que hacen camino rendidas bajo el fardo de su destino y que ninguna tiene vigor bastante para danzar con él sobre los hombros.   La vida nos ofrece un panorama de universal esclavitud”. Y después de mostrar que entonces hacemos el descubrimiento de la soledad de cada cosa, agrega: “Y como la gracia y la alegría y el lujo de las cosas consisten en los reflejos innumerables que las unas lanzan sobre las otras Y de ellas reciben –la sardana que bailan cogidas todas de la mano–  la sospecha de su soledad radical  parece rebajar el pulso del mundo”.

Cuando Cataluña se siente ser, vivir, proyectarse, se encuentra dónde está, inextricablemente ligada a la realidad total española

Cuando esto ocurre, la pérdida de las conexiones repercute sobre la propia realidad, la disminuye y rebaja, nos deja reducidos a una quejumbre. Por el contrario, cuando la vida late con fuerza, cuando nos abandonamos a su ilusión y a su fruición, cuando salimos de nosotros mismos –vivir es que el dentro se haga un fuera–, nos encontramos entretejidos con las efectivas conexiones que nos ligan a toda realidad. Cuando Cataluña se siente ser, vivir, proyectarse, se encuentra dónde está, inextricablemente ligada a la realidad total española, inserta en la realidad nacional, de cuyas presiones, vigencias, estímulos, proyectos, vive y está hecha.

Una Cataluña sana, entera y de pie, gozosa y segura de sí misma, se reconocería como integra y radicalmente española, y no menos que ninguna otra región. Si se siente a veces menos española, es –no se olvide– porque se siente menos catalana, o piensa que algunos quieren que lo sea, y clama, como Michelet, que tanto gustaba de recordar Unamuno: “¡Mi yo, que me arrancan mi yo!”.

¿Se imaginan siquiera que Andalucía pudiera ser menos andaluza?  Si alguna vez lo fuera, sería menos, y por tanto menos española, menos europea, menos humana. Y a la inversa, si un día se sintiera “sólo” andaluza, desgajada del resto, en lugar de irradiar sobre el conjunto nacional y sobre todo lo que se le ponga a tiro, automáticamente sobrevendría un descenso de su realidad –“naranjo en maceta”–, su vitalidad decaería, bajarían los grados de propia condición andaluza.

No hay impiedad mayor que querer destruir la realidad regional: para que no sea o para que sea otra cosa

Y este es el riesgo permanente de Catalunya, su tentación: la retracción. Pero ¿hay algo más español? ¿No ha sido España el país que desde mediados del siglo XVI empieza a sentirse segregado y ajeno, incomprendido, acaso desdeñado u odiosa, distinto y aparte? ¿No se va redondeando desde mediados del siglo XVII, desde mediados del siglo XVII, desde el reinado de Felipe IV –no se olvide– de una “muralla de la China, aquejado de un proceso de “tibetanización”? ¿No es la “preocupación de España” un rasgo constante –esto es lo grave– de nuestra vida? ¿No se hace la historia de nuestras letras una larga quejumbre? ¿No se emboza España en su capa, absorta en sí misma, sin querer mirar más allá?

Baudelaire, el genial Baudelaire, en su poema “Don Juan aux enfers” dejó la más sobrecogedora imagen de esta actitud que para mí simboliza la permanente tentación española. Don Juan, en la barca de Caronte, cruza la laguna, camino de las mansiones infernales; sus rivales, sus amadas, se vuelven hacia él, le hablan, le imploran. Don Juan, tranquilo –con la vieja “gravedad” española, con el “sosiego” que acabó por estilizarse y amanerarse–, encorvado sobre su espada, mira la estela –¡mira hacia atrás!– y no se digna ver nada:

Mais le calme héros, courbé sur sa rapière,
regardait le sillage et ne daignait rien voir

He visitado por primera vez este año cuatro monasterios ilustres: Silos, junto a la cuna de Castilla, al lado de Covarrubias y San Pedro de Arlanza, el de Fernán González; Ripoll; Poblet, que guarda las tumbas de los viejos reyes de Aragón; Santes Creus. He sentido en los cuatro lugares la misma emoción, el mismo sentimiento de pertenencia, la impresión de estar tomando posesión de otros tantos fragmentos de mi historia, de mi herencia, de mi propia realidad personal. No me sentido más cerca de uno que de otro; ninguno me ha parecido más propio o más ajeno. Todos son irrenunciables, porque los cuatro “nos han pasado” y, a pesar de todos nuestros esfuerzos, han quedado ahí, aunque no sin menguas.

¿Habrá alguien para quién no sea así? Mucho lo temo. ¿Es posible que alguien sienta de una manera en San Isidoro de León y de otra manera en Poblet, que “elija” entre los Ordoños y los Jaimes? O es cuestión de amor, familiaridad o preferencia. Me parece admirable que para un catalán sean Montserrat o Poblet, Ripoll o Santes Creus, maravillas predilectas; que madrileño ponga primero el Escorial; que para un gallego tenga Santiago un sentido más entrañable y único. Lo que no comprendo es que haya alguno que no viva todos como igualmente “suyos”, que no se sienta radicalmente mutilado y empobrecido ante la idea de que cualquiera pudiera no pertenecerle –lo cual quiere decir no pertenecer a lo que ello significa, a la realidad histórica, multiforme y única, que los ha creado–.

La región es una maravillosa, entrañable realidad, hecha de formas cotidianas, de recuerdos, de costumbres, de finas modulaciones, de proyectos; es un instrumento que se incorpora, bien templado, a una orquesta. No hay impiedad mayor que querer destruir la realidad regional: para que no sea o para que sea otra cosa.