A estas alturas de la vida, ya hemos visto suficientes conciertos como para saber qué bandas nos han marcado de verdad, tanto en disco como en directo. Algunos dirán los Stones, otros Springsteen (estos son muy pesados), Metallica, U2 o incluso, entre las generaciones más jóvenes, Coldplay. En mi caso, aunque me considero de gustos eclécticos, hay algo en lo que no tengo ninguna duda: AC/DC es la mejor banda que he visto en vivo. O, al menos, la que más he disfrutado. No hay nada que me ponga más la piel de gallina que oír uno de sus riffs de guitarra. Sí, definitivamente, yo me quedo con los australianos.

En 2009, durante la gira del Black Ice, en el concierto del Palau Sant Jordi de Barcelona (una escena que meses después se repetiría en el Estadi Olímpic), aquel tour en el que una locomotora a toda velocidad salía desde la pantalla en busca de carbón para acabar estrellándose contra el público —aquello fue un éxtasis, el mayor de los éxtasis—, vendían en los puestos de merchandising una diadema con cuernos rojos que se iluminaban con el logo del grupo. La compramos por una sencilla razón: nos devolvía a los catorce años, cuando descubríamos el rock y soñábamos con ver a nuestros héroes en directo.

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Brian Johnson, la voz de papel de lija más famosa del rock / Foto: Ricardo Rubio / Europa Press

Lógicamente, los años pasan, y ya nada es igual. AC/DC, que en 2020 publicaron un disco nuevo: Power Up (solo por el placer de ir a una tienda de discos, cazar ese vinilo y luego disfrutar del ritual de ponerlo en el tocadiscos, ya merecía la pena. Y además, el álbum estaba bien. Muy disfrutable) tocaron el verano pasado en Sevilla, en medio de ciertas dudas y reservas: sus miembros ya son mayores y, salvo algunos que parecen indestructibles, el peso del tiempo se nota. Hubo ausencias inevitables (muertes incluidas) y en cada gira sobrevuela la duda de si Brian Johnson podrá estar. Su voz está al límite e incluso Axl Rose, cantante de Guns N' Roses, llegó a sustituirlo en una gira anterior. Y aun así, según las crónicas, los comentarios en redes y lo que me contaron amigos que sí estuvieron, la experiencia sigue valiendo la pena. Por eso, la cita en el estadio del Atlético de Madrid estaba marcada en rojo en el calendario de esta agotadora —pero ilusionante— ruta musical del verano. El esfuerzo está justificado aunque en un concierto de AC/DC ya no queden demasiadas sorpresas (por citar una: los cañones de For Those About to Rock). Pero hay un momento que, por mucho que se repita, siempre será especial e irrepetible. Es cuando suena Let There Be Rock y Angus Young recorre la pasarela hasta el centro del estadio y justo al llegar al solo de guitarra empieza a girar sobre sí mismo sin parar. Por esa imagen, por ese instante, nos gusta el rock & roll.

No es un privilegio, es una necesidad

A vivir esa liturgia se acerca un público que en su inmensa mayoría acude ataviado con la equipación oficial: camiseta negra con el histórico logo del grupo. Incluso en los bares cercanos al estadio colchonero, los camareros llevan cuernos. Y en el aire una pregunta que se repite en los conciertos de las grandes leyendas del rock: ¿será la última vez que los veamos? Carpe diem.

Van a tocar un total de veintiuna canciones (el repertorio es prácticamente inamovible desde hace años, motivo de queja entre sus fans más exigentes). Son menos de las que interpretan The Pretty Reckless, que, como todos los grupos que aceptan el reto de abrir para una banda de estas dimensiones, pasa algo desapercibido. Siempre me he preguntado qué les aporta, más allá de la experiencia... y quizá cierto prestigio. Entre su final y el arranque de AC/DC suenan temas de Soundgarden, L7 y The Clash. Punto a favor de quien haya hecho la selección: la lista no es nada previsible.

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Angus Young, ayer volvió a faltar a escuela / Foto: Ricardo Rubio / Europa Press

La felicidad tiene nombre, y es AC/DC

Si en 2009 fue un tren, esta vez es un coche el que entra a toda velocidad en el estadio. Lo aparcan dentro, y salen a tocar. Angus, de rojo, con su clásico pantalón corto y corbata. Sí, sigue siendo aquel entrañable colegial. La voz de Brian Johnson gruñe: la lija más agradecida del rock and roll. Todo en orden.  Suena If You Want Blood (You've Got It), pero es el fundido en negro de Back in Black el que nos recuerda que estar aquí no es un privilegio, es una necesidad que compartes con amigos tan entregados com tú. Thunderstruck desfila algo más lenta. Y mientras cae cae la noche y brillan los cuernos, repica la campana más famosa del rock: la de Hells Bells que da paso a una Highway to Hell que da igual que la hayas escuchado un millón de veces en un millón de sitios: es un clásico imbatible. Pero la exhibición, sorprendentemente, llega con Shoot to Thrill. Por lo que sea, ahí Angus y Brian lo elevan todo a otro nivel. La banda ya va lanzada, imparable. El sonido, perfecto. En Dog Eat Dog, todo se convierte en blanco y negro, con una batería que responde con fuerza.

A esas alturas, probablemente estamos más cansados nosotros que ellos. ¿Alguien dijo que estaban mayores? Correlativamente: Dirty Deeds Done Dirt Cheap, el riff juguetón de High Voltage (donde Brian se lo pasa en grande, puede que sea su favorita), Riff Raff y su rock más básico, el baile del pato de Chuck Berry ejecutado por Angus Young.

Sin respiro (aunque las pausas entre temas son un poco más largas), llegan You Shook Me All Night Long, Whole Lotta Rosie y ese Let There Be Rock con un Angus que no quería dejar de tocar. La traca final de truenos llega con la dinamita de T.N.T., y la despedida —con cañones de fuego, cómo no— en For Those About to Rock (We Salute You). Sí, nos van a petar los oídos. Es hora de desfilar, exhaustos y felices, con ganas de golpearnos el pecho y correr por la banda como el Cholo. Hay mucho —y bueno— que celebrar. Es la victoria más importante: la felicidad tiene nombre, y es AC/DC