Más de dos semanas después, la crisis del apagón —el blackout total del sistema eléctrico español que se vivió el lunes 28 de abril— sigue protagonizando la agenda mediática. Es sorprendente, considerando el frenético ritmo de actualidad que vivimos: el conflicto entre Rusia y Ucrania o las tensiones entre Israel y Palestina parecen elementos muy lejanos, sepultados por la locura de Trump y sus aranceles de poner y quitar, la fumata blanca y el descubrimiento del contexto vital del nuevo papa, o nuevas entregas de las vergonzosas peleas infantiles del Congreso de los Diputados. Pero el apagón eléctrico resiste: la ciudadanía y las empresas no olvidan fácilmente el impacto sobre el imaginario colectivo de un lunes con linternas y radios cargadas con pilas. Las empresas siguen sumando pérdidas en sus archivos Excel, sin perder cierta esperanza de obtener algún tipo de compensación por parte de aseguradoras una vez se aclaren las causas del suceso.

Esta cuestión se ha convertido en uno de los principales quebraderos de cabeza del Gobierno. Es una grieta en el casco por donde se filtra agua a toda velocidad. Hasta ahora, el gabinete de Sánchez había controlado con gran eficacia el marco mental de la legislatura: pocos mensajes, de gran potencia, y bien consolidados. Uno de los principales bastiones de ese posicionamiento es el de España como alumno prodigio de la transición energética: un país líder en la sustitución de combustibles fósiles por energías renovables, con elevadísimos ratios de generación eléctrica procedentes de fotovoltaica y eólica. Una transición que, además, prometía darle la vuelta a las carencias históricas del país: de ser un territorio nada privilegiado en cuanto a recursos naturales —sin petróleo, sin apenas carbón, sin gas natural (con sonados fracasos, algunos recientes, como la plataforma Castor)— a ser el país de Europa continental con más radiación solar. Una abundancia de recursos que se prometía aprovechar para la competitividad industrial: energía barata que debía impulsar las fábricas del futuro con una estructura de costes atractiva. El nuevo y atractivo marco del “invest in Spain”.

Cuando una dosis de realidad pincha la burbuja del relato, el tsunami de incomprensión, indignación e incoherencia lo arrasa todo

Todo esto hace aguas tras el suceso del lunes: todo el mundo entiende que no se puede contemplar ninguna inversión industrial seria en un país donde el suministro eléctrico cae en bloque durante doce horas sin saber bien por qué. Pero, de hecho, el suceso del lunes 28 no es una desafortunada piedra en el camino del posicionamiento del Gobierno como alumno aventajado de la transición energética, sino su consecuencia. Aunque quedan flecos técnicos por dirimir y a la espera de concretar la cadena exacta de hechos que desencadenaron el apagón general, a estas alturas hay varios elementos contextuales que ya han quedado perfectamente acreditados: para empezar, que Red Eléctrica aplicó menos criterios de prudencia que en otros períodos y priorizó el tuit, el mensaje fácil: “Nuevo récord de generación renovable”, un día más —tras las cortinas, sin embargo, se ascendía un peldaño más en la escala de fragilidad del sistema, jugando con el fuego del colapso de la red. Solo así se explica que al día siguiente del gran apagón hubiera un giro estratégico en la composición del “mix” eléctrico: se refuerzan las tecnologías síncronas, que dotan al sistema de mayor solidez, y se despriorizan las renovables asíncronas, como la solar. Estas actuaciones de gobernanza se podrían haber llevado a cabo el día del apagón, y no se hizo —no por desconocimiento de la existencia de estos riesgos, ya que constan perfectamente documentados en varios informes del propio operador y en los días previos había señales de que algo no funcionaba del todo bien, desde la parada de una refinería de Repsol hasta trenes AVE detenidos en medio de la vía por problemas de suministro eléctrico.

Una bala en la línea de flotación del relato mediático duele más cuando el relato lo es todo. Dicho de otra forma, la competitividad industrial forjada en el bajo coste eléctrico y el aprovechamiento de la radiación solar con un mix eléctrico protagonizado por la abundancia de parques fotovoltaicos era una entelequia discursiva. Lo cierto es que entre enero y abril de 2025, el coste final eléctrico para las industrias españolas ha sido de 58,63 €/MWh, comparado con los 22,55 €/MWh de Francia y los 42,07 €/MWh de Alemania, según datos del barómetro de la AEGE (Asociación de Empresas con Gran Consumo Energético). La diferencia se debe a los abundantes cargos reguladores, tasas y costes normativos del sistema español, mucho más bajos en los otros países de la comparativa. A pesar de esta realidad, la apuesta por un posicionamiento atractivo en torno a un país donde sostenibilidad y bajos costes se retroalimentaban positivamente estaba funcionando.

El problema de priorizar el relato político por encima de la realidad de lo que se lleva a cabo es que se alimenta una burbuja cada vez más grande. Cuando una dosis de realidad pincha esa burbuja, el tsunami de incomprensión, indignación e incoherencia del relato lo arrasa todo. La transición energética es un ejemplo, pero no el único: estamos ante una auténtica forma de hacer que afecta cada acción de gobierno con gran capilaridad, que también impacta otras cuestiones como el acceso a la vivienda. Se promete y se vuelve a prometer la construcción de miles de pisos; decenas de miles en algunas ocasiones, pero cada día que pasa sin que aparezcan esas viviendas públicas aumenta el riesgo de pinchar la burbuja, tal y como ocurrió el lunes 28 con el mercado eléctrico. Una vez pinchadas las burbujas discursivas, ¿nos pondremos a trabajar de verdad para hacer aquello que decimos que hacemos?