Mientras trabajar sigue siendo sinónimo de tributar, automatizar sale prácticamente, por no decir totalmente, gratis. Esta es la paradoja fiscal de nuestro tiempo. Millones de personas tributan puntualmente su actividad laboral, sometida a un escrutinio fiscal que parece ignorar el impacto creciente de la tecnología. Las empresas que optimizan procesos, afinan plantillas y multiplican beneficios gracias a la inteligencia artificial no ven incrementada, ni de lejos, su carga impositiva. El sistema fiscal continúa anclado en una realidad laboral que ya no existe. Y, como de costumbre, el gran damnificado es el trabajador.

En un momento en que la IA transforma silenciosamente —y a menudo impunemente— la manera como producimos, consumimos y trabajamos, resulta insostenible seguir cargando el peso del Estado sobre la espalda de los asalariados. Si la tecnología mejora procesos y maximiza los beneficios, pero no aporta proporcionalmente a la caja común, nos encontramos ante una nueva forma de desigualdad fiscal: la que castiga el esfuerzo humano y glorifica la eficiencia no humana.

El impacto de la inteligencia artificial no es el "mañana", sino el "hoy". De hecho, según un estudio de Goldman Sachs, la IA podría llegar a sustituir hasta 300 millones de puestos de trabajo a nivel global. Una cifra que, sin necesidad de catastrofismos, nos obliga a revisar urgentemente los cimientos sobre los cuales sostenemos nuestra fiscalidad. No podemos seguir operando bajo el principio que tan solo tributa quien trabaja con sus manos o su cabea|cabo|jefe, mientras las máquinas, que generan valor y ahorro, quedan al margen de la obligación contributiva.

La automatización no es neutra. Cuando una empresa sustituye el servicio de atención al cliente por un chatbot, o un departamento administrativo por un algoritmo que procesa facturas, recorta costes, sí, pero también recorta puestos de trabajo. Y, al hacerlo, reduce la base fiscal que sostiene el Estado del bienestar. Es un efecto dominó perfectamente mesurable: menos trabajadores, menos cotizaciones, menos IRPF, menos consumo... y menos recursos públicos.

Sin embargo, las empresas que implementan estas tecnologías no solo no asumen ninguna responsabilidad fiscal por los puestos de trabajo que desplazan, sino que a menudo se benefician de ayudas y bonificaciones asociadas a la innovación, sin que se exija ningún retorno social real. Y no estamos hablando de supuestos teóricos, sino al contrario, hablamos de casos concretos. Recruit Holdings, la empresa matriz de Glassdoor e Indeed, anunció recientemente el despido de 1.300 trabajadores, un 6% de su plantilla, como consecuencia directa del uso de sistemas de IA para optimizar la selección de personal. En paralelo, Microsof ha suprimido unos 9 000 puestos de trabajo en varios departamentos, entre ellos ventas y atención al cliente, alegando explícitamente la eficiencia obtenida mediante la automatización. Son solo dos ejemplos de una tendencia que se extiende y que no encuentra ninguna respuesta fiscal adecuada.

¿Por qué, pues, no plantear una fiscalidad que grave con proporcionalidad y justicia el uso intensivo de la inteligencia artificial, especialmente cuando esta releva actividad humana? ¿Si el trabajador tributa por la totalidad de su salario, por qué la tecnología que lo expulsa tendría que quedar exenta? No se trata de contener el progreso, sino de hacerlo responsable. De evitar que la productividad generada por las máquinas no sirva solamente para engrosar dividendos, sino también para sostener a la sociedad que las rodea.

Hay economistas que ya hace tiempo que lo alertan. El año 2017, Bill Gates proponía una "tasa en los robots" como mecanismo de redistribución. No para castigar la innovación, sino para evitar el colapso del sistema impositivo basado únicamente en las rentas del trabajo. Siete años después, su advertencia se mantiene vigente, si bien los gobiernos siguen aplicando recetas viejas a problemas nuevos. Y lo hacen, en gran medida, porque gravar la IA no es fácil ni popular entre los lobbies que la promueven.

Pero hay que empezar a decirlo sin ambages: la fiscalidad actual penaliza el esfuerzo humano y exonera la ganancia tecnológica. Y, consecuentemente, la brecha entre los que tienen trabajo y los que la pierden, entre los que cotizan y los que únicamente optimizan, se va haciendo más y más profunda. El Estado no puede seguir funcionando como si la fuerza de trabajo fuera infinita, como si cada puesto destruido por un algoritmo se compensara automáticamente con uno de nuevo de más valor añadido. Eso no es real. Y la desigualdad lo confirma.

Las empresas que invierten en IA tendrían que contribuir, como mínimo, a corregir los efectos que esta misma inversión genera sobre la sociedad. No se trata de impuestos confiscatorios, sino de nuevas reglas para una nueva economía. Si el modelo productivo cambia, la fiscalidad también tiene que cambiar. De la misma manera que aceptamos que la contaminación ambiental no podía salir gratis, habrá que entender que la sustitución masiva de trabajadores tampoco puede hacerlo.

Por otra parte, habría que empezar también el debate sobre los beneficios fiscales asociados a la investigación en IA. Es lícito bonificar el desarrollo de herramientas que incrementen la eficiencia, pero es igualmente necesario replantear si estos incentivos están generando un retorno tangible a la sociedad. ¿Qué sentido tiene invertir recursos públicos en innovación si esta, finalmente, acaba empobreciendo la base laboral y no aporta nada en el bien común?

No estamos ante una revolución tecnológica cualquiera. Estamos ante una transformación sistémica que cuestiona la esencia del trabajo, de la productividad y, por lo tanto, de la justicia fiscal. Persistir en un modelo que solo grava a quien trabaja y libera a quien robotiza es condenarnos a una sociedad más desigual, más frágil y más dependiendo.

Y no, esto no va de ideologías, sino de sostenibilidad. Sin una fiscalidad que equilibre las fuerzas entre el trabajo humano y el rendimiento tecnológico, el Estado se convertirá cada vez más incapaz de garantizar servicios básicos, pensiones, en sanidad o educación. Una fiscalidad anclada en el pasado no puede dar respuesta a los desequilibrios de un escenario donde el valor ya no nace solo del esfuerzo humano.