Durante años, China fue celebrada como la cuna de una élite técnica imbatible. Un país donde el poder político y económico parecía estar en manos de ingenieros, donde cada plan quinquenal prometía megaproyectos, innovación tecnológica y autosuficiencia industrial. Veinte millones de ingenieros, según algunas estimaciones, y cientos de miles de estudiantes de ciencia y tecnología secundándolos. Todos detrás de una obsesión nacional por construir, fabricar y escalar. Pero hoy, detrás de esa maquinaria, lo que asoma es el vacío: fábricas sin compradores, desarrollos urbanos desiertos, visados especiales para importar cerebros que el propio sistema no puede formar, y una juventud que quiere programar aplicaciones, no operar tornos ni dirigir plantas.

China tiene demasiados ingenieros y no tiene dónde ponerlos. La realidad es más brutal que cualquier narrativa: sus industrias están saturadas, la construcción se detuvo, los productos se abaratan, la productividad no despega y los jóvenes formados para fabricar el futuro no quieren ni acercarse a una línea de producción. Solo el 8% de los graduados desea trabajar en manufactura. Muchos prefieren escribir código, hacer dinero con startups o entrar al Estado. Y de los que estudian ingeniería o ciencia, solo un tercio se dedica a algo mínimamente relacionado. Es un fracaso estructural: no falta talento, sobra diseño equivocado.

China tiene demasiados ingenieros y no tiene dónde ponerlos. Solo el 8% de los graduados desea trabajar en manufactura

El régimen insiste con mantener el peso de la industria en el PIB, mientras el resto del mundo gira hacia los servicios, las ideas y los algoritmos. China se quedó con la carcasa de la revolución industrial y con la ambición del siglo XX, pero perdió el tren del valor agregado intangible. Exporta puentes pero importa microchips. Tiene satélites, pero no domina el software. Se ufana de sus trenes de alta velocidad, pero sus jóvenes no pueden pagarse una casa. Y cuando intenta atraer talento global, lo hace con visados que ofenden a sus propios egresados, a quienes se les da a entender que no están a la altura.

El país que prometía dominar el mundo con acero, concreto y precisión técnica se enfrenta hoy a un callejón sin salida. Porque las leyes del desarrollo son más duras que cualquier consigna del partido. A medida que un país enriquece a su población, la gente gasta menos en objetos y más en experiencias, servicios, salud y educación. La ingeniería como motor pierde relevancia. China lo sabía: durante años aceptó el giro hacia el sector terciario, pero el miedo a la dependencia externa, amplificado por las sanciones estadounidenses, la empujó de nuevo al pozo de la autarquía industrial.

El país que prometía dominar el mundo con acero, concreto y precisión técnica se enfrenta hoy a un callejón sin salida

Lo que queda es una imagen hueca: una superpotencia ingenieril que no puede resolver sus cuellos de botella, una nación de constructores sin demanda, un ejército de técnicos sin destino. Es la China que asusta más por lo que proyecta que por lo que concreta. Una China fantasma, que se diluye al contacto con la realidad.

Las cosas como son.