¿Está muriendo el antitrust? La nueva política industrial y la ley del más fuerte
Artículo del profesor del Departamento de Estrategia, Liderazgo y Personas en EADA Business School

- Anton-Giulio Manganelli
- Barcelona. Viernes, 17 de octubre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Hace unos días, la Comisión Europea impuso a Google una nueva multa por abuso de posición dominante en el mercado de la publicidad digital. Sin embargo, el castigo parece casi simbólico: la multa de 3.000 millones de euros representa poco más del 1% de los 264.000 millones de dólares en ingresos publicitarios que Google obtuvo en 2024, y ni la empresa será fragmentada ni se prevén cambios estructurales reales. Al mismo tiempo, Apple ha lanzado una ofensiva legal para debilitar la Ley de Mercados Digitales (DMA), mientras que desde Estados Unidos se califican estas sanciones como “ataques injustos a los campeones nacionales”.
Todo esto plantea una pregunta incómoda: ¿quién manda realmente en la política de competencia?
Durante las últimas dos décadas, el enforcement antitrust ha dejado de ocupar el centro de la agenda política. En su lugar, los gobiernos occidentales —desde Washington hasta Bruselas— están apostando por una política industrial activa, orientada a fortalecer sectores estratégicos y fomentar la producción local frente a las tensiones geopolíticas. El debate ya no gira tanto en torno a “proteger el libre mercado de los monopolios”, sino a construir campeones capaces de competir en un mundo multipolar.
Menos 'enforcement', más política industrial
Los datos confirman esta tendencia. En Europa, el número de fusiones bloqueadas por la Comisión Europea es bajísimo: en promedio, una al año en la última década. La Comisión aprueba más del 99% de las operaciones notificadas. Además, muchas de las fusiones que generan dudas terminan aprobándose con remedios conductuales (behavioral remedies), es decir, compromisos voluntarios y temporales por parte de las empresas, como la obligación de licenciar tecnología o no discriminar competidores.
Durante las últimas dos décadas, el 'enforcement antitrust' ha dejado de ocupar el centro de la agenda política
Estos compromisos, sin embargo, son difíciles de monitorizar y rara vez corrigen los incentivos de mercado. Casos como Google/Fitbit o Microsoft/Activision ilustran bien el problema: las empresas se comprometen a “abrirse” a terceros, pero el seguimiento es complejo y el poder de mercado persiste.
Si a esto añadimos la baja prioridad política de la competencia —con presupuestos limitados y presiones políticas constantes—, la conclusión es clara: la política de competencia ya era débil antes de este giro hacia la política industrial. Por tanto, el cambio de enfoque puede no alterar sustancialmente la realidad, sino simplemente hacerla más explícita: los gobiernos ya han dejado de ver al antitrust como una herramienta central de política económica.
El informe Draghi: escala sí, pero con riesgos
El reciente Informe sobre la Competitividad Europea, elaborado por Mario Draghi a petición de la Comisión Europea, sintetiza este nuevo paradigma: Europa necesita más inversión, más integración y más escala para competir globalmente. El diagnóstico es sólido: fragmentación de mercados, lentitud regulatoria y falta de campeones continentales.
Sin embargo, algunas de sus propuestas han generado debate entre economistas. Por ejemplo, el informe sugiere favorecer fusiones en sectores estratégicos como las telecomunicaciones para crear operadores europeos capaces de rivalizar con gigantes estadounidenses o asiáticos. Críticos advierten que en mercados como el de las telecomunicaciones, la escala no siempre se traduce en más innovación o mejores servicios; sin embargo, es otra señal de que el espíritu del tiempo va más en la dirección de la consolidación que en la de la competencia.
De “crear mercados eficientes” a “repartir rentas colusorias”
Paradójicamente, donde sí se observa una intensa actividad es en los litigios privados por daños de cárteles. Los tribunales europeos están llenos de demandas relacionadas con los cárteles de camiones, los cárteles de componentes electrónicos o el cártel de emisiones de coches. En todos estos casos, los compradores o usuarios finales reclaman compensaciones por los precios inflados durante los años del acuerdo colusorio. Estas acciones, impulsadas por empresas y despachos especializados, buscan compensaciones económicas más que cambios estructurales. En la práctica, el debate pasa de “cómo crear mercados eficientes” a “cómo repartir las rentas colusorias” entre los distintos afectados. Aunque estas demandas contribuyen a la exigencia de responsabilidades, no sustituyen la función del enforcement público.
El poder político marca los límites del antitrust
En teoría, las autoridades de competencia son independientes. En la práctica, su margen de actuación depende cada vez más de decisiones políticas. El ejemplo más evidente es el de las Big Tech: pese a múltiples sanciones multimillonarias, ninguna ha sido realmente reestructurada. En lugar de separar unidades de negocio o imponer prohibiciones claras, se opta por multas simbólicas que representan una fracción mínima de sus ingresos.
La era de la política industrial ha llegado para quedarse. Pero sin un marco de competencia robusto y creíble, corremos el riesgo de volver a un capitalismo de amiguetes
La presión política internacional también cuenta y muestra que el antitrust europeo no opera en el vacío: forma parte de una batalla geopolítica donde proteger a los campeones nacionales pesa más que aplicar las reglas.
Fuera de Europa, algunos gobiernos han ido más lejos. En México, el gobierno propuso en 2024 eliminar la autoridad de competencia (COFECE) e integrar sus funciones en un ministerio, reduciendo su independencia. Esa propuesta envía un mensaje claro: en un mundo de tensiones geopolíticas, las instituciones independientes lo son solo mientras el poder político lo permite
La ley del más fuerte
Todo apunta a un mundo donde el mercado deja de ser neutral y la política industrial marca las reglas. Los Estados apoyan a sus campeones nacionales; las empresas con mayor escala negocian directamente con los reguladores; y las normas antitrust se adaptan o diluyen según los intereses estratégicos.
La transición hacia la política industrial tiene, sin duda, justificaciones válidas, pero con un riesgo claro: una economía menos dinámica, más concentrada y dependiente del favor político.
La era de la política industrial ha llegado para quedarse. Pero sin un marco de competencia robusto y creíble, corremos el riesgo de volver a un capitalismo de amiguetes, donde los ganadores se eligen en los despachos y no en el mercado.