No estoy seguro de que me pueda hacer entender con lo que intento decir en este artículo, pero tengo ganas de hacerlo y espero que otros trabajos amparen los objetivos principales de aquello que hay detrás de mis palabras, más allá de supuestos implícitos que ya he explicado en otras ocasiones.

Lo que pienso que puede pasar con la nueva legislatura lo he escrito en este mismo diario, otorgando la probabilidad más elevada a unas nuevas elecciones para resolver el actual impasse, ante la presión que recibirá el actual Gobierno, desde todo el entorno que lo circunda, para renovar su mandato. Entre varios factores, señalaba yo el hecho constatado que la población española, exceptuada la de Catalunya y País Vasco, quieren gobierno de derechas. El statu quo económico probablemente lo prefiere, también, a un gobierno con el apoyo de la izquierda que tan poco aman, y no digamos ya de la reacción de los propios socialistas, de sus barones y electores, contrarios radicalmente a un acuerdo con los independentistas por poco contenido que este tenga. Sin duda, el actual presidente ha salido adelante muy bien, hasta ahora, en múltiples coyunturas lo bastante adversas. Tira los dados y le salen seises. Al juego de la oca siempre, así, tendría que ganar: de oca a oca, sin prisiones ni caídas. Pero esta vez, que le salga un seis es demasiado difícil. Lo que requerirán mínimamente los independentistas a Sánchez, este no se lo podrá dar; ni queriéndolo, ya que nace de la desconfianza y requiere unos compromisos que no solo dependen de Sánchez. Y es ingenuo e iluso pensar que, sin garantías (algunas requieren de la complicidad del PP, que, aunque algunos analistas lo han pedido, sabemos ya que no se producirán), las promesas sean creíbles. Y los sucedáneos difícilmente funcionarán por la falta de confianza entre las dos partes, remachada recientemente en el caso del Ayuntamiento de Barcelona, con Collboni traicionando el acuerdo con Trias.

Cualquier reivindicación procedente de Waterloo la harán inalcanzable (si la amnistía era tan buena para la convivencia, ¿por qué razón los socialistas no la llevaron en su programa?). Junts tiene límites para edulcorar la pretendida autodeterminación (no puede hacer lo que ha criticado tanto, hasta ahora, a ERC), y lo que pueda pasar con su negativa a unas nuevas elecciones en España, los independentistas lo leen en clave solo catalana, dentro del espacio soberanista.

De forma que lo que resulte, al entretanto se consumen los hechos, se tiene que mirar de analizar sin la pasión de quien le gustaría llegar a un acuerdo para construir ahora un estado federal de verdad. (Por cierto, ¿no lo era ya? ¡Mira que se han cansado parte de sus protagonistas proclamando que era el estado más federal del mundo!). Así, por ejemplo, a la valoración entusiasta que se pueda hacer de la concesión, a cambio del apoyo (cantado en cualquier caso) en favor de Francina Armengol, a cambio de la supuesta oficialidad del catalán a las instituciones, interpretado por aquellos como síntoma del acuerdo que tiene que seguir.

En este sentido, para algunos, entre los que me cuento (de aquí que quizás, como decía, sorprenda el artículo) tanto la solicitud de la utilización del catalán en el Congreso de Diputados, como su concesión, si se cumple, no nos satisface. Efectivamente, no soy partidario de hacer oficiales en el Parlamento español, y si me apuran tampoco en el europeo, estas tres lenguas del Estado español. Y menos aún de que eso sea la gran medida de enganche de lo que se quiere que sea la nueva España federal. Y es que, más allá del catalán, objeto de negociación con los soberanistas catalanes, acarrea el acuerdo la utilización también del euskera y el gallego. Ninguno de sus políticos, que yo sepa, lo había pedido. Una muestra más de los catalanes asumiendo marrones en beneficio de terceros, con el disparate añadido del guion, ya aceptado, de catalán-valenciano (¿y balear?).

Mientras España sea un solo estado, por muy plurinacional que se diga que es, me parece aceptable que en las cámaras de representantes haya una sola lengua común, cómo los académicos tenemos el inglés para muchas de nuestras actividades si queremos participar en foros transnacionales. A los políticos que acepten la Constitución y la representación parlamentaria española les entra en las obligaciones hablar castellano; está claro, sin carcajadas supremacistas contra acentos y tonalidades territoriales. Ni un euro, por lo tanto, de los hoy necesarios para forzar traducciones de lo que todas las señorías ya entienden. Traducciones, además, ya lo veremos, aceptadas bajo condicionantes reglamentarios del tipo "aviso con anticipación, de textos pre-redactados, solo para mociones y ciertos debates...", y con las quejas de los legisladores contrarios a que impugnen textos para traducciones insuficientes, frases hechas que no se conocen, etc. Un despropósito de dinero gastado, allí donde no toca, y aguantando además la tontería como decía, de la traducción al catalán-valenciano, disparate que yo mismo sufrí en mi etapa de consejero del Banco de España cuando exigí, y conseguí, que la web del BdE tuviera entrada y algunos materiales colgados en catalán... y que respondió en su día el gobernador Fernández Ordóñez haciendo otra entradilla en 'valenciano', eso sí, ¡de contenido idéntico!

El reto donde los soberanistas tienen que afilar la herramienta está en la utilización de las lenguas propias en el seno de la administración española, al menos en el ámbito de pertenencia territorial: en la justicia, la sanidad, la enseñanza, en los entes policiales... Que ningún ciudadano se vea privado de su uso por imperativo legal, como ahora sucede. Para el resto de cosas que pasan en los parlamentos, sus señorías ya se apañarán; no son ellos el gran problema para la utilización normal de nuestra lengua. ¡Lo son los funcionarios! Este problema está en el front office de las actividades ciudadanas, que no pueden utilizar la lengua de manera normal. Cuando la provisión del servicio es única, el empleado público tendría que estar obligado, le entra en el sueldo, a conocer el idioma cooficial de allí donde se le destina. Cuando se cuenta con varios proveedores, corresponde a la Administración habilitar que en todo lugar y circunstancia el ciudadano se pueda acoger a su lengua, con igualdad de condiciones de acceso. Nunca cambiaría yo el reconocimiento primero para aceptar mantener el sometimiento segundo.

Más allá de lo ya comentado, las ofertas que pueden seguir no parecen más prometedoras: dinero en la financiación autonómica, que se diluirá en los bolsillos de muchos de los que se oponen ahora al acuerdo con los partidos catalanes, promesas por el desarrollo de los pedidos de gestión (art. 150.2 de la Constitución), con aquello de 'trabajaremos para posibilitar su desarrollo' cuando no lo han hecho en los últimos 45 años; y no hablemos ya del traspaso de Cercanías o del aeropuerto cuando estos no dependen ni siquiera del Gobierno... En fin. Hasta después de la Epifanía, la política española vivirá de cartas a los Reyes Magos y de promesas que acabarán en carbón, aunque ya agotado el semestre europeo y ante el inicio de las consolidaciones fiscales, sin posibilidad de utilizar la vaselina del gasto público para contentar las partes, el candidato redentor es probable que tire la toalla y busque acogida a las instituciones europeas. Y ojalá me equivoque. Los más catastrofistas, ante la imposibilidad de pactos entre los grandes partidos nacionalistas españoles y el nunca resuelto conflicto catalán, piensan que se abrirá entonces una tercera transición para una nueva democracia en España.