El bienestar emocional también es parte del contrato
Urge una reforma valiente que reconozca el bienestar emocional como una dimensión esencial del trabajo

- Rat Gasol
- Olèrdola. Martes, 6 de mayo de 2025. 05:30
- Actualizado: Martes, 6 de mayo de 2025. 09:03
- Tiempo de lectura: 3 minutos
¿Por qué un ataque de angustia que nace de una presión insostenible no se puede considerar un accidente laboral? ¿Por qué cuando, superada, con la respiración rota, el coro comprimido y deseo de no seguir, el médico te prescribe sistemáticamente “baja por dolencia común”? ¿Por qué costa tanto que nuestro sistema admita que, quizás, esta vez sí, el trabajo ha sido el elemento desestabilizador? ¿Alguien me puede decir qué tiene de común una mente abatida por un trabajo que te desmenuza? El sistema se estima más ver la salud mental como un problema privado, individual, desatado de la esfera laboral, porque probablemente reconocer el verdadero origen de este sufrimiento sería admitir responsabilidades. Y, quizás todavía más incómodo, implicaría cambios.
Los datos lo dicen todo. Según fuentes del Verificat, tan solo en Cataluña en 2023 se registraron 192.526 bajas laborales por salud mental, el 11% de un total de 1.731.439. Y a pesar de esta magnitud, la gran mayoría siguen etiquetadas como “baja común”, una clasificación que invisibiliza la evidente raíz del problema y desprotege al trabajador. La distancia entre la realidad del sufrimiento y el reconocimiento institucional es tan amplia como alarmante. De hecho, en 2020, de casi 95.000 bajas por salud mental, únicamente 112 fueron reconocidas como vinculadas directamente con el trabajo. Una proporción irrisoria que da vergüenza.
En 2020, de casi 95.000 bajas por salud mental, únicamente 112 fueron reconocidas como vinculadas directamente con el trabajo
¿Cómo se explica ese abismo? El sistema, tan hábil para controlar costes, no quiere ver en la depresión, la ansiedad o el estrés crónico consecuencias de dinámicas laborales enfermas. Es más fácil y más barato considerarlo un asunto personal. Y así, quien cae, cae solo. Sin la cobertura reforzada que conlleva un accidente laboral, sin el apoyo específico de las mutuas, sin la protección legal que reconocería una responsabilidad empresarial.
Pero el cuerpo habla y lo hace alto. El cerebro se colapsa, las noches se convierten en trincheras, el corazón se acelera en la oficina, la memoria se desvanece entre reuniones estériles y plazos imposibles. El cuerpo avisa, pero nadie quiere escuchar. Y cuando, finalmente, esa persona se rompe y clama auxilio, la administración le dice que aquello no es un accidente laboral, que es un asunto personal, que quizás no sabe gestionar el estrés. Una humillación añadida al dolor.
El sistema no quiere ver en la depresión, la ansiedad o el estrés crónico consecuencias de dinámicas laborales enfermas. Es más fácil y más barato considerarlo un asunto personal
Hay un manifiesto sesgo sistémico que culpabiliza a la víctima. Se le dice que “no sabe poner distancia”, que quizás “se lo toma demasiado a pecho”, que “no es suficientemente resiliente”, que ”tal vez no está preparada para lo que es hoy la realidad laboral”. Toda una terminología perversa que transfiere la responsabilidad de la enfermedad a quien la padece. Y mientras las empresas siguen premiando el rendimiento por encima de la salud, el relato oficial habla de bienestar, de fruta en la oficina y de yoga al mediodía. Pero cuando llega el momento de la verdad, el sistema da la espalda. Porque admitir que un trabajo te puede poner enfermo implica aceptar que es necesario revisarlo todo: los ritmos, las jerarquías, las cargas, los liderazgos tóxicos, los objetivos inalcanzables.
Alguien podría decir que no es sencillo establecer la causalidad entre trabajo y enfermedad mental. Cierto. Pero este criterio tan estricto solo se aplica cuando se trata de reconocer derechos. Para pagar indemnizaciones o activar protocolos, se piden pruebas casi forenses. Pero para exigir rendimiento, puntualidad y lealtad, ninguna empresa duda. Nos quieren inagotables hasta el final y, si caes, que sea discretamente, sin hacer ruido, sin cuestionar el sistema.
Urge una reforma valiente que reconozca el bienestar emocional como una dimensión esencial del trabajo
Sin embargo, hay una paradoja cruel. Cuanto más entregada eres en el trabajo, más vulnerable te vuelves. Porque quien sufre burnout, muy a menudo es quien más se ha desvivido por no fallar, por permanecer siempre. Pero cuando se rompe, nadie le reconoce el esfuerzo y la implicación. Únicamente recibe silencio administrativo y la etiqueta de “baja común”. Y esto no es tan solo una injusticia, es un mensaje devastador para toda la plantilla. Porque si el sistema no protege a quienes caen, tampoco protege a quienes todavía se mantienen en pie.
Urge una reforma valiente que reconozca el bienestar emocional como una dimensión esencial del trabajo. Es necesario que se revisen los criterios para determinar cuándo una baja tiene origen laboral. Que las mutuas se doten de los mecanismos adecuados para detectar señales de alarma. Que las empresas asuman su parte: entornos laborales saludables, liderazgos responsables, espacios seguros para pedir ayuda. Y, muy especialmente, es necesario que se deje de criminalizar el sufrimiento.
No podemos seguir sosteniendo un modelo en el que el único accidente laboral reconocido es una fractura o un resfriado. Las mentes también enferman, y cuando lo hacen, el dolor no es menos real, ni menos costoso, ni menos digno de protección. El problema es que las heridas mentales no se ven ni en una radiografía ni en un tac. Pero están ahí y entierran vidas.
La salud mental ha dejado de ser un lujo. Es una emergencia
Todos, la administración, la empresa, la sociedad, debemos encarar esta realidad. Porque cada baja no reconocida es una oportunidad perdida de mejorar el sistema. Cada trabajador que se derrumba es un fracaso colectivo. No se trata solo una cuestión médica, es una cuestión de justicia social, de dignidad y de responsabilidad empresarial.
La salud mental ha dejado de ser un lujo. Es una emergencia. Y negarle su sitio dentro del marco legal de los accidentes laborales es perpetuar una estructura que blanquea el agravio, señala la víctima y normaliza el dolor. El sufrimiento no es anecdótico, es sintomático. Y el sistema, si quiere ser digno, no se puede seguir mirando hacia otro lado.