En un mundo interconectado, la información se ha convertido en un recurso estratégico tan valioso como la energía o los datos financieros. En este contexto, ha surgido un fenómeno cada vez más frecuente: la Manipulación e Interferencia de Información Extranjera (FIMI, por sus siglas en inglés). Este concepto hace referencia a acciones deliberadas por parte de actores extranjeros –estatales o no estatales– que buscan distorsionar el debate público, influir en procesos políticos, desestabilizar sociedades o dañar la reputación de gobiernos e instituciones. Tema aparte es la desinformación, se puede -o no- ser generada por esos actores.
Ejemplos recientes ilustran su alcance. Durante la pandemia de COVID-19, se documentaron campañas coordinadas desde el exterior que difundían desinformación sobre vacunas y tratamientos, generando miedo y desconfianza hacia la ciencia.
En varios países de América Latina, investigaciones han revelado redes de cuentas falsas y portales digitales creados con el objetivo de amplificar narrativas polarizantes, especialmente durante procesos electorales. Europa tampoco ha estado exenta: la injerencia extranjera en el referéndum del Brexit y en las elecciones estadounidenses de 2016 es quizá uno de los casos más conocidos.
¿Por qué es importante prestar atención al FIMI?
El impacto del FIMI y de la desinformación va mucho más allá de la difusión de noticias falsas. Su verdadera fuerza radica en su capacidad de erosionar la confianza pública. Cuando la ciudadanía duda de los medios de comunicación, de las autoridades e instituciones o incluso de la veracidad de la información que consume, se debilitan los cimientos de la democracia.
Esto es especialmente grave en regiones con alta polarización política, baja alfabetización mediática y un ecosistema digital dominado por redes sociales donde los algoritmos priorizan la viralización del contenido sobre la veracidad.
En América Latina y el Caribe, el riesgo es aún mayor. Muchos medios de comunicación tradicionales atraviesan crisis financieras, mientras que influencers y plataformas digitales, a menudo sin estándares editoriales claros, ocupan un lugar central en la formación de la opinión pública.
A esto se suma la fragmentación de los entornos informativos, la creación de medios extranjeros y la existencia de “cámaras de eco”, espacios donde solo circulan contenidos que refuerzan creencias previas, aislando a los ciudadanos de puntos de vista diferentes.
El resultado es un terreno fértil para campañas de manipulación informativa que no solo buscan incidir en elecciones, sino también promover agendas geopolíticas, debilitar relaciones internacionales o fomentar tensiones sociales. En otras palabras, FIMI no solo desinforma: divide, radicaliza y desestabiliza.
¿Qué se puede hacer?
Combatir el FIMI y la desinformación no es sencillo, pero hay pasos claros que se pueden tomar:
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Fortalecer la alfabetización mediática y digital. La ciudadanía debe contar con herramientas para identificar fuentes confiables, verificar datos y reconocer intentos de manipulación. Esto es especialmente importante para jóvenes y grupos vulnerables.
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Fomentar la transparencia de las plataformas digitales. Las redes sociales y los servicios de mensajería deben asumir un rol activo en la detección de cuentas falsas, la moderación de contenido dañino y la transparencia en sus algoritmos de recomendación; esto va en sintonía con la Digital Services Act y las rondas de control de la UE.
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Impulsar la cooperación internacional. El FIMI es, por definición, un fenómeno transnacional. Por ello, se requieren marcos de cooperación entre gobiernos, organismos internacionales, empresas tecnológicas y sociedad civil para identificar amenazas y responder de manera coordinada.
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Apoyar el periodismo independiente y el fact-checking. Sin medios sólidos y profesionales, la información verificada tiene menos capacidad de contrarrestar narrativas falsas. Invertir en medios locales y en iniciativas de verificación es esencial.
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Crear marcos normativos claros. La regulación no debe convertirse en censura, pero sí debe establecer responsabilidades mínimas para actores políticos, plataformas digitales y agencias estatales, protegiendo el derecho a la información veraz sin limitar la libertad de expresión.
El FIMI y la desinformación no son fenómenos pasajeros; son parte de la realidad de un mundo digitalizado y geopolíticamente complejo. Afrontarlos exige una combinación de educación, tecnología, cooperación internacional y compromiso ciudadano.
La pregunta no es si se puede erradicar completamente –algo improbable–, sino si somos capaces de reducir su impacto y fortalecer nuestra resiliencia democrática.