Hubo un tiempo en que Japón dominaba el núcleo invisible de la tecnología: los chips. A finales de los años 80, las empresas japonesas eran las reinas de la industria de los semiconductores. Fabricaban más de la mitad de todos los chips del mundo, esos pequeños cuadrados que hacen funcionar desde una calculadora hasta una nave espacial. Seis de las diez compañías más importantes del sector eran japonesas: NEC, Toshiba, Hitachi, Fujitsu, Mitsubishi y Sony. Estos eran nombres que sonaban fuerte en Tokio y hacían temblar a las empresas estadounidenses en Silicon Valley. Nadie fabricaba mejor, más barato y más rápido, el futuro parecía asegurado. Sin embargo, Japón lo perdió todo.

El ascenso nipón fue producto de una alianza poderosa entre el Estado y las grandes corporaciones. A diferencia de otros países, este archipiélago no dejó el desarrollo tecnológico librado al azar del mercado. El Ministerio de Comercio Internacional e Industria (MITI), una especie de “comando estratégico” del desarrollo nacional, diseñó planes a largo plazo, asignó subsidios, coordinó a los gigantes industriales, promovió alianzas, y apostó todo a una sola carta: dominar el negocio de los semiconductores.

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Una de sus jugadas más ambiciosas fue el Proyecto VLSI, sigla en inglés para “Integración a Muy Gran Escala”. En 1976, con 300 millones de dólares del Estado, el MITI reunió a seis titanes industriales y les dijo: “Trabajen juntos”. Fue una decisión contracultural, porque normalmente esas empresas competían entre sí. Pero bajo la presión del MITI, compartieron conocimiento, laboratorios y patentes. En pocos años, produjeron chips cada vez más pequeños, más rápidos y más confiables. Japón pasó de seguir a Estados Unidos a superarlo.

A eso se sumó el sistema keiretsu, una red de empresas entrelazadas que funcionaban como familias corporativas. Un banco financiaba a una empresa, que a su vez compraba productos a otra del grupo, que a su vez contrataba seguros con otra del mismo conjunto. Todo quedaba “en casa”. Esto daba estabilidad, previsibilidad y permitía inversiones enormes sin depender del humor del mercado financiero.

A finales de los 80, las empresas japonesas dominaban la industria de los semiconductores. Fabricaban más de la mitad de todos los chips del mundo

Pero el golpe maestro vino con una decisión aparentemente técnica: enfocarse en los chips de memoria llamados DRAM, una sigla en inglés para “Memoria de Acceso Aleatorio Dinámica”. Este tipo de chip guarda datos temporales, como cuando escribimos en una computadora. Japón se concentró en hacerlos masivos, baratos y confiables. Mientras otros países intentaban diversificar, Japón se volvió especialista. Y lo logró: en pocos años, los fabricantes japoneses de DRAM arrasaron con la competencia global.

Sin embargo, ese dominio encendió todas las alarmas en Estados Unidos. No se trataba solo de una amenaza comercial, era un problema estratégico. Las empresas norteamericanas, incluso del sector militar, dependían de componentes japoneses. Washington reaccionó y acusó a las empresas niponas de dumping, es decir, vender por debajo del costo para destruir a la competencia, y de mantener cerrado su mercado interno. Las tensiones se volvieron diplomáticas y en 1986 Washington obligó a Tokio a firmar el llamado Acuerdo de Semiconductores, donde se comprometía a abrir el 20% de su mercado interno a productos extranjeros en cinco años, y a dejar los subsidios encubiertos a sus gigantes tecnológicos.

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El acuerdo tuvo un efecto inesperado, al limitar los precios de venta de las empresas japonesas, dejó espacio para que otras potencias emergentes entraran en juego. Especialmente Corea del Sur, que no estaba sujeta a las mismas restricciones e invertía en su propia industria de chips con una intensidad silenciosa. Empresas como Samsung y Hynix aprovecharon el momento: entraron en el mercado de DRAM con precios aún más bajos y una agresividad que sorprendió a los japoneses. Corea no ganó solo por precio: invirtió en talento, protegió a sus empresas con apoyo estatal directo y estableció un ecosistema centrado en la eficiencia y la velocidad.

Al mismo tiempo, Taiwán desarrollaba un modelo nuevo: la fundición de chips para terceros. En lugar de diseñar y fabricar sus propios productos, empresas como TSMC ofrecían su capacidad de fabricación a otras compañías que solo los diseñaban. Esto generó una explosión, porque una pequeña empresa sin fábricas competía con gigantes. Japón, en cambio, se quedó con el viejo modelo de fabricación integrada: con el diseño, la manufactura y la venta, todo en una sola compañía. Lo que había sido fortaleza se volvió debilidad, el mundo cambiaba rápido y Japón no lo vio venir.

La década perdida, la estocada

Para empeorar las cosas, llegó la década perdida: los años 90. Una larga recesión paralizó la economía japonesa y las empresas dejaron de invertir con vigor. No reconocieron el boom de las computadoras personales y sus microprocesadores no eran competitivos. Mientras Intel conquistaba el corazón de los PCs, Japón perfeccionaba chips de memoria, ya en proceso de ser comoditizados.

Otro error estratégico fue ignorar la importancia de las patentes internacionales. Estados Unidos lideraba en diseño, así como en derechos legales sobre qué podía fabricarse y cómo. Japón producía bien, pero no tenía el control del conocimiento.

Y así, en menos de quince años, Japón pasó de dominar el mundo de los chips a ocupar un lugar secundario. Perdió el control de las memorias. No fue protagonista del modelo de fundición y tampoco pudo con las nuevas arquitecturas. Y, sobre todo, perdió la joya de la corona: la litografía.

El dominio nipón encendió todas las alarmas en Estados Unidos. No se trataba solo de una amenaza comercial, era un problema estratégico

La litografía es el proceso mediante el cual se imprimen los circuitos sobre las obleas de silicio. Es, en otras palabras, la esencia de la fabricación. Japón fue dueño de ese proceso, ensamblaba las mejores máquinas, los materiales de mayor calidad, el fotograbado más sofisticado. Hoy, sin embargo, la corona está en Países Bajos, con una sola empresa: ASML. Esta elabora las únicas máquinas del mundo capaces de hacer chips con tecnología de ultravioleta extremo, imprescindibles para los chips más avanzados. Japón ya no tiene esas máquinas. Nadie las tiene, solo ASML.

Este es el final de la primera parte. Japón perdió algo más que la industria, se le fue el control sobre una de las herramientas más fundamentales del poder tecnológico moderno. El país que inventó el Walkman, que perfeccionó la televisión, que llenó el mundo de robots industriales, se quedó sin voz en el sector que ahora define el futuro.

En la segunda parte, explicaremos cómo Japón intenta desesperadamente volver al juego, por qué lo hace ahora, por qué se juega su supervivencia industrial en ello, y qué significa todo esto en un mundo gobernado por la inteligencia artificial. Porque los chips ya no son solo el corazón de las computadoras: son la sangre de la inteligencia. Y Japón, que una vez fabricó el corazón, no quiere quedarse sin cerebro.