En los últimos meses, la palabra “agente” se volvió la nueva etiqueta de moda dentro del universo de la inteligencia artificial. Antes fue “inteligencia artificial” lo que se usaba para vender cualquier automatización, aunque no tuviera nada de inteligente. Ahora llega una nueva etapa: el “lavado de agente”, o lo que podría llamarse “agent-washing, el uso indiscriminado del término “agente” para describir sistemas que en realidad no piensan, no deciden y no actúan por sí mismos.

Un agente verdadero es un sistema capaz de percibir su entorno, razonar sobre los datos que recibe, planificar acciones y ejecutarlas sin intervención constante de una persona. En otras palabras, puede detectar un problema, decidir cómo resolverlo y llevar adelante esa decisión. Si se lo aplica al mundo empresarial, un agente auténtico sería, por ejemplo, un programa que detecta la renovación de un contrato, analiza precios históricos, compara ofertas del mercado, decide una estrategia de negociación, se comunica con el proveedor, ajusta sus propuestas y cierra el acuerdo, todo sin que un humano tenga que revisar cada paso.

Lo que hoy se presenta como “agente” dista de eso. Un ejemplo reciente es el de Zip, una empresa que ofrece un supuesto agente de negociación utilizado por la compañía Cribl. Según un artículo publicado en The Information, este “agente” lee contratos, detecta posibles sobrepagos y redacta correos electrónicos pidiendo descuentos. En la práctica, esos correos son revisados y aprobados por humanos antes de enviarse, y las decisiones finales siguen dependiendo del personal. Lo que hay, entonces, no es un agente, sino un asistente automático: un generador de borradores que ahorra tiempo en tareas menores, pero que no decide nada. Llamarlo “agente negociador” es como llamar “piloto automático” a un corrector ortográfico.

Este tipo de exageración es el corazón del lavado de agente. Las empresas emplean la palabra “agente” para sugerir autonomía, inteligencia y modernidad, aun cuando el sistema solo ejecute órdenes repetitivas. El término se usa como un barniz comercial, una forma de decir “estamos en la frontera de la innovación”, aunque lo que realmente haya detrás sea una automatización básica. Así como antes se hablaba de “inteligencia artificial” para referirse a simples algoritmos de clasificación, ahora se habla de “agentes” para designar macros que completan formularios o redactan correos.

El fenómeno tiene una raíz económica clara: la palabra “agente” incrementa el valor percibido de una empresa. Atrae inversión, cobertura mediática y expectativas. Decir “nuestro sistema cuenta con agentes autónomos” suena infinitamente más avanzado que “tenemos un programa que genera correos automáticamente”. En ese sentido, el agente no es una realidad técnica, sino una herramienta de marketing. Esa creencia genera dinero, incluso cuando la autonomía es mínima o inexistente.

Conviene diferenciar tres niveles para entenderlo: primero, la automatización asistida, donde la máquina sugiere y el humano decide; segundo, el agente parcial, que puede ejecutar algunas acciones, pero todavía requiere supervisión; y tercero, el agente pleno, capaz de actuar, evaluar, aprender y corregirse con independencia. Hoy la mayoría de los casos que se publicitan como “agentes” están en el primer nivel, y algunos pocos rozan el segundo. Entre tanto, ninguno llega al tercero.

En el ejemplo de Zip y Cribl, la supuesta negociación automática no tiene capacidad estratégica: no evalúa contexto, no interpreta tácticas del proveedor ni ajusta su posición según la respuesta. Simplemente rellena un modelo de correo con los datos que tiene disponibles. Si el sistema no encuentra información comparable, se queda detenido. No razona, no improvisa, no aprende. Lo que se muestra como “agente” es apenas una automatización de oficina con frases amables.

La inflación terminológica que produce este lavado de agente repite un patrón conocido: cada etapa tecnológica genera su propio vocabulario para captar atención. Antes fueron las “redes neuronales”, luego los “asistentes inteligentes”, ahora los “agentes”. La palabra cambia, el fenómeno es el mismo: una distancia cada vez mayor entre el discurso y la capacidad real de los sistemas. Esa brecha se agranda cuando los medios repiten sin precisión los comunicados de prensa de las empresas, amplificando la ilusión de que la automatización ya es plena.

Un observador crítico debería preguntar siempre: ¿qué puede hacer exactamente el sistema sin intervención humana? ¿Qué decisiones toma por su cuenta? ¿Cómo evalúa si esas decisiones fueron correctas? Si no hay respuesta clara a esas tres preguntas, no hay agente, es solo software.

El lavado de agente, además, tiene consecuencias prácticas. Al inflar las expectativas, induce a las empresas a invertir en herramientas que no reducen realmente sus costos ni su carga laboral. Se gasta más en supervisar al “agente” que en hacer el trabajo directamente. Y, al mismo tiempo, se debilita la credibilidad del sector, ya que con cada promesa incumplida erosiona la confianza en la automatización futura.

Es posible que existan casos más avanzados, con sistemas de mantenimiento predictivo, gestión energética o control logístico con autonomía real, pero son excepciones y operan en entornos cerrados, donde las variables son controlables. En el ámbito corporativo general, los llamados “agentes” no son más que asistentes. Se los denomina agentes para no reconocer que la inteligencia artificial actual es, en la mayoría de los casos, dependiente del juicio humano.

Por eso, cuando una empresa afirma que “sus agentes negocian”, conviene traducir mentalmente la frase: lo que realmente dicen es “nuestro software ayuda a negociar”. Y cuando un inversor escucha promesas de “agentes autónomos que optimizan los costos”, debería recordar que la autonomía verdadera, como la capacidad de actuar y corregirse sin supervisión, sigue siendo más una aspiración que una realidad.

El lavado de agente es, en definitiva, la versión actual del viejo deseo de creer que las máquinas ya piensan. Una ilusión rentable, tanto para quienes la venden como para quienes quieren creerla.

Las cosas como son.