La teoría política es una disciplina donde la justificación juega un papel fundamental. Como normalmente partimos de ciertos principios básicos e irrenunciables, como son la libertad y la igualdad, damos por hecho que toda desviación o excepción a estos principios tiene que estar bien justificada. Así, por defecto, la desigualdad y la coacción se consideran ilegítimas mientras no se justifiquen adecuadamente.

Debemos a Weber la definición del Estado como la comunidad que ostenta el monopolio del uso legítimo de la fuerza (Gewaltmonopol des Staates). El monopolio de la violencia que encarna el poder estatal se ha intentado justificar de muchas maneras, por ejemplo con la idea del contrato social. Se trata, en pocas palabras, de garantizar la paz y el orden social eliminando cualquier tipo de violencia privada.

Sin embargo, no me consta ninguna justificación que dé a los estados el monopolio de la moral o de la justicia. Como tampoco existe ninguna que les otorgue el poder en exclusiva para discriminar, excluir y vulnerar derechos, aunque lo hacen con frecuencia. De hecho, los argumentos filosóficos sobre la legitimidad del poder político son más bien genéricos y se hace difícil no aplicarlos en general a cualquier forma de organización política, más allá de los estados.

Fue grotesco ver los aspavientos de tantos porque Lluís Llach sugería que un Estado catalán será como los otros y utilizará (el monopolio de) la coacción si hace falta

Por estos motivos, siempre me ha fascinado la hipocresía y la doble moral que impregnan e intentan legitimar el nacionalismo de Estado. Sus defensores parecen capaces de juzgar moralmente y escandalizarse porque alguien quiere tener y ejercer el mismo poder que tienen los estados. Ven inmoral y condenan a los otros (a los nacionalismos minoritarios especialmente) por hacer o querer hacer aquello que hacen ellos sistemáticamente desde el Estado.

Los nacionalismos de Estado tienen mucho en común con lo que históricamente eran las religiones oficiales. El gobierno decidía que sólo aquella creencia era la verdadera y obligaba más o menos coactivamente a todos los ciudadanos a seguirla. El pensamiento liberal y democrático moderno rechaza tajantemente la confesionalidad del Estado, porque atenta contra la libertad de conciencia. En cambio, cuesta mucho admitir que la promoción de una identidad oficial viola en el mismo sentido la libertad de los que no la tienen como propia.

De hecho, que el nacionalismo de Estado niegue su propia existencia (los nacionalistas siempre son los otros) mientras estigmatiza a cualquier nacionalismo que le haga la competencia, ya es toda una declaración de intenciones. Es la base de la doble moral tramposa que le permite acusar a los otros de todos los daños sin reconocer que el Estado los ha sufrido casi todos históricamente.

El nacionalismo de Estado niega su propia existencia (los nacionalistas siempre son los otros) mientras estigmatiza a cualquier nacionalismo que le haga la competencia

Esta doble moral se pudo observar en toda su amplitud en la polémica por las palabras de Lluís Llach sobre los funcionarios. Fue grotesco ver los aspavientos de tanta gente porque un independentista sugería que un Estado catalán será como los otros y utilizará (el monopolio de) la coacción si hace falta. Incluso se sumó al pandemonio el delegado del gobierno del Estado, pieza clave del engranaje represivo actual, proclamando que el Estado garantizaría la libertad de los funcionarios (sic).

A mí me parece hasta cierto punto increíble que estos no nacionalistas acusen a todo el mundo de adoctrinar a la gente, cuando la realidad es que los estados modernos viven de eso desde hace siglos: de controlar lo que la gente estudia, piensa, habla, celebra o reza. Muy especialmente, desde su nacimiento promueven lenguas estatales, nacionales o "comunes". Entretanto, sin embargo, se denuncia con vehemencia la "imposición lingüística" que supone promover una lengua no estatal.

A la mínima, el nacionalismo de Estado (desde su inexistencia oficial, claro está) acusa los nacionalistas de excluyentes y xenófobos. Sin justificar ni renunciar a la aplicación implacable de la Ley de Extranjería, evidentemente. Es más, a menudo claman contra el independentismo porque "¡quiere levantar fronteras!". Como si ahora no hubiera fronteras y no sirvieran para mantener descaradamente la riqueza dentro y a los pobres fuera.

En España, el nacionalismo estatal es tan banal, en palabras de Billing, que puede inventarse la jura de bandera civil al mismo tiempo que critica que alguien pueda preocuparse de banderas "con tantos problemas como hay". O exigir que los medios de comunicación públicos de Catalunya mantengan una neutralidad exquisita mientras los estatales son implacables a la hora de defender el statu quo.

En definitiva, es todo un misterio que para algunos los estados tengan bula para hacer todo aquello que critican los no nacionalistas cuando lo hacen los otros. ¿Hay alguna justificación? A mí se me escapa. En cierta manera, nos están intentando convencer de que el poder es malo, que ser un Estado es una cosa muy fea y moralmente cuestionable. Como diciendo, "no quieras serlo tú que ya lo soy yo".

Josep Costa es profesor asociado de Teoría Política en la UPF y autor de O secessió, o secessió (Editorial A Contravent) (@josepcosta).