Criticar, incluso con acritud y mala educación, incluso rozando lo que no se debe, es legítimo, desagradable para el afectado y, quizás, para gran parte de público, pero, al fin y al cabo, legítimo. Incluso es necesario en una sociedad democrática, para la formación de su opinión pública sin los sesgos indeseados que supondría una monofuente de opinión y de información. Hoy en día, las redes, a pesar de ser un paraíso idóneo para los cobardes, anónimos, bots y necios en general, constituyen un medio ambiente idóneo para la confrontación política, social y cultural. Como siempre, depende del interés, ajeno a la megalomanía, que tengan los protagonistas de los debates.

Dicho esto, resulta una obviedad que tener un derecho no supone la obligación de ejercerlo. Más todavía cuando quien habla es un dirigente o referente de la comunidad. Carme Forcadell, persona que no ha pagado nada personal por ningún incidente político, ¿verdad?, puede ser pitada y abroncada por parte de gente que en el independentismo, además de grandes sacrificios —desconocidos—, parece que lo tienen todo pagado y dispongan de una expendedora de carnés de su independentismo, el único válido bajo la capa del sol. Eso por supuesto. Que se pite a Forcadell —como epítome de la denigración de "autonomista" por parte de los hasta hace poco tiempo compañeros de viaje— ciertamente es un derecho. Se equivocan los que creen que no es un derecho y lo tildan de ilegítimo. Será, quizás —dependerá de la óptica personal— erróneo, pero no es en ningún caso un ejercicio impropio de un derecho.

El desconcierto por la práctica institucional del 1-O, debido a graves errores en el análisis de la situación y la minusvaloración de la reacción española, se ha convertido en estupefacción paralizadora, una especie de apoplejía colectiva

En esta lógica insobornablemente democrática, la crítica, también la retorsión, resulta igualmente legítima: se puede llegar a increpar a quien está pendiente de juicio por corrupción (y a algunos que ya tienen costumbre de formar parte del séquito habitual), a quien cuando tenía el cargo no hizo nada de lo que dice que se tiene que hacer ahora o contrarrestar a los censores de guardia. Nada que decir, tampoco.

Bueno sí, algo que decir. Da pena. Mucha pena. Los que se creen los reyes del mundo por urbanidad y pacifismo dejan el patio común de la convivencia como un estercolero. Orgullosos tienen que verse a sí mismos en la gloria de su mórbido egocentrismo. No sólo de puertas para adentro, sino hacia afuera, donde el hazmerreír en dosis masivas está a la orden del día.

El espectáculo gratuito, de festival de tiros al pie, de errores no forzados, clama al cielo. El desconcierto por la práctica institucional del 1-O, debido a graves errores en el análisis de la situación y la minusvaloración de la reacción española, se ha convertido en estupefacción paralizadora, una especie de apoplejía colectiva, en amplias capas del movimiento independentista, en el lado de los arrebatados, es decir, de quienes imparten doctrina y consignas, pero sin los medios materiales para llevarlas a cabo.

Quizás estaría bien reflexionar antes de abrir la boca.