Hace un par de años convencí a Pep para ir tres días a Palermo. Más que ir a conocer otra ciudad de Europa, esperábamos descubrir una civilización, un mundo que nos hablara de nosotros y de nuestros ancestros con sinceridad y sabiduría. Fuimos como un hijo adoptado va a buscar a sus padres biológicos para encontrar respuestas. Pep es el típico catalán italianófilo. Habla la lengua del país, conoce sus ciudades, su cocina e incluso, a veces, sueña con irse a vivir allí. Sin embargo, o precisamente por eso, nunca había estado en Sicilia.

Llegamos a Palermo dispuestos a dejarnos poseer por una historia más profunda que la nuestra. Cuando aterrizamos y encontramos el aeropuerto desierto, no nos extrañó porque los lugares especiales no pueden ser lugares llenos de turistas. Cogimos el tren y salimos en medio de la ciudad. De entrada, las calles nos parecieron una mezcla vintage del Harlem de 1980 y de las urbes más maltratadas del mundo árabe. Durante un rato caminamos desorientados, como si nos hubiéramos equivocado de parada o hubiéramos recibido un paquete equivocado de Amazon.

En una calle sin salida, un grupo de niños jugaban a conducir una vespa con una sola rueda. En la esquina del piso que habíamos alquilado, había un Ferrari Testarossa aparcado al lado de un Fiat 124 tan descolorido por el paso de los años que parecía sacado de una foto antigua. Todo tenía el aire distópico de la última escena del Planeta de los Simios: la gente, los comercios, incluso las cacas de perro y las pilas de basura. Los coches circulaban haciendo un balanceo de diligencia del oeste que igualaba los nuevos y los viejos. Vimos un taller mecánico que hacía descuento para reparar la suspensión de los autos.

A medida que nos acercábamos al centro, empezamos a ver edificios burgueses y palacios más o menos descostrados, de épocas más o menos remotas. Por las calles pasaba una multitud anónima, que esquivaba los agujeros y las malas hierbas como los animalitos que debían vivir en el Partenón antes de que los ingleses lo convirtieran en museo. Por todas partes, tiendas de ropa con grandes descuentos, pero ni una chica guapa. Nos dimos cuenta de que, en tres días, no entenderíamos la ciudad ni que tuviéramos al alcance un equipo de historiadores y de antropólogos. Nos sentamos a tomar una pasta de pistacho en una terraza llena de gente despreocupada y gritona que podría haber estado en Gràcia. 

Palermo parecía una encrucijada de civilizaciones en decadencia: la cristiana, la musulmana y la capitalista americana

Comentábamos que Palermo parecía una encrucijada de civilizaciones en decadencia: la cristiana, la musulmana y la capitalista americana. Una ciudad sin futuro, pero congelada en la eternidad del tiempo —y quizás por eso más resistente que muchas otras que se derrumbarán, si no vigilan, de un día para otro. Con eso, pasó un carro de caballos que me hizo girar la cabeza. Detrás de mí, vi una iglesia muy pequeña que me había pasado por alto, envuelta con las transparencias bizantinas de la luz del atardecer. Con la cabeza como un bombo, le dije a Pep: “Cuando volvamos a Catalunya, tendré que hablar con Núria.”

Núria me miró y me dijo, tratando de no herirme: “Palermo es una ciudad que vive de cara adentro, pero a ti no te gustará nunca, es demasiado dura”. A Núria, la dureza de Palermo le cambió la vida, la liberó de la timidez que ha servido a tantos catalanes para protegerse de la rabia que hace vivir en un país de eunucos que se va consumiendo al baño maría. Después hablé con Abel, que tampoco es del Eixample, y me dijo: “Palermo es la ciudad de los dioses. A diferencia de lo que pasa en Barcelona, nuestra historia está tan presente que si me encontrara a un caballero con cota de malla y me dijera buenos días no me extrañaría”.

Entonces fui a comer con Albert, que siempre dice que se habría ahorrado muchos viajes a Cuba si de joven hubiera viajado primero a Sicilia. "¡No has entendido nada!", me dijo con aquellos ojos de fuego que pone cuando tiene ganas de enviar a una legión romana contra algo que lo indigna. Intenté explicarle el disgusto que me produjo ver Cefalú convertido en una discoteca al aire libre, o el efecto que me causó que Corleone sea un osario desertizado de la épica que Mario Puzo le da a El Padrino. Pero Albert no retrocedía: "¡No has entendido nada!". Como no tenía ningún interés en ganar la discusión, le dije: "¡Pues llévame y me lo explicas in situ!".

Y bueno: dicho y hecho. Si Dios quiere, mañana estaré en Palermo viendo pasar la historia con otro cannoli en la boca. Albert, Jesús y yo nos vamos diez días a recorrer toda la isla. Hace años que tengo la intuición de que solo saldremos adelante si conectamos Catalunya con Italia y restauramos la luz del gran mediodía, que dice Abel. Ya os enviaré alguna postal, si tengo tiempo. La vida solo se mueve en una dirección: hacia adelante. Pero la fuerza para avanzar solo puede sacarse del pasado. Mientras los políticos castellanos buscan soluciones en Palestina, en Marruecos y en Sudamérica para no enfrentarse a su historia, yo me voy en busca del arca perdida.