El juicio al fiscal general del Estado pasó de ser un proceso judicial ordinario para convertirse en un espejo deformante de la propia estructura institucional que debía encarnar. Lo que se juzgó no es solo la posible revelación de secretos o la utilización indebida de información reservada, sino algo más grave: la degradación del principio de neutralidad del Ministerio Fiscal y el uso del poder como escudo frente a la verdad. Lo que debía ser la defensa de la legalidad se ha transformado en la defensa de un relato, y en esa confusión se ha evidenciado la razón por la cual la absolución es, hoy, un horizonte imposible.
Desde el inicio, la denominada opinión sincronizada —esa maquinaria de propaganda que opera a golpe de consignas, editoriales y columnas gemelas— se ha desplegado como un intento desesperado por condicionar la percepción pública del proceso. Pero el ruido, lejos de diluir el problema, lo ha amplificado. Un inocente no necesita que se fabrique una corriente uniforme de opinión; quien recurre a ese mecanismo revela debilidad argumental y miedo a que la realidad hable por sí sola. Esa estrategia, destinada a construir una versión paralela de los hechos, ha terminado reforzando la tesis acusatoria: nadie gasta tanta energía en deformar la prueba si no teme lo que ella muestra con claridad.
Las pruebas son, en su núcleo, de carácter indiciario, pero eso no las convierte en frágiles. En el derecho penal, la prueba indiciaria es aquella que permite deducir la existencia de un hecho desconocido a partir de otros conocidos, siempre que entre ambos exista una conexión lógica, precisa y concordante. No son meras sospechas: son piezas que, colocadas en orden, componen una imagen coherente de lo ocurrido. En este caso, la acumulación de indicios —la secuencia temporal de decisiones, los documentos, las comunicaciones existentes y las borradas, así como los testimonios de quienes participaron en los hechos— conforma un patrón que no deja margen a la ingenuidad.
A esa arquitectura de indicios se suman los audios aportados por el fiscal Ignacio Stampa en otro procedimiento, pero ya de dominio público, cuyo contenido ha tenido un impacto silencioso pero demoledor. En ellos se describe con detalle una dinámica de actuación en la que la cúpula de la Fiscalía —más bien el acusado— habría favorecido filtraciones selectivas, estrategias comunicativas destinadas a proteger intereses personales y políticos y, también, maniobras favorecedoras de iguales intereses. Stampa no habla desde la conjetura, sino desde la experiencia directa de quien sufrió en carne propia una maniobra institucional para apartarlo de un caso incómodo. Los audios muestran que el fiscal general no era ajeno a ese sistema de funcionamiento. Ese patrón de conducta, reflejado en las grabaciones, es precisamente el móvil del hecho por el que se le juzga: la utilización de información privilegiada, obtenida por razón del cargo, como instrumento de presión o de defensa política.
El derecho penal no juzga intenciones, sino hechos, pero los hechos adquieren sentido cuando se contextualizan en una conducta continuada. Por eso, la frase pronunciada por Álvaro García Ortiz —“la noche es dinámica”— no fue una anécdota, sino un lapsus revelador. En su aparente trivialidad asoma un subconsciente que reconoce la existencia de un flujo constante de decisiones informales, conversaciones cruzadas y maniobras coordinadas. Esa noche dinámica, a la que se aferró con una sonrisa nerviosa, es la metáfora involuntaria de un modo de gestionar el poder al margen de los cauces formales y legales.
El problema ya no es solo jurídico, sino institucional. La Fiscalía se rige por el principio de unidad de criterio o actuación, recogido en su Estatuto Orgánico, que exige coherencia y coordinación jerárquica en defensa de la legalidad. Ese principio ha saltado por los aires. Durante el juicio se ha evidenciado una fractura interna sin precedentes: fiscales de sala y provinciales con visiones opuestas, filtraciones cruzadas, desconfianza y una sensación general de descomposición. Lo que debería ser una pirámide funcional se ha convertido en un archipiélago de voces que ya no hablan el mismo idioma. El daño causado a la institución es profundo y no se repara solo con una sentencia.
En ese contexto, la reacción pública del entorno del fiscal general ha seguido un guion conocido: negar la evidencia, atacar a los acusadores y desacreditar a los jueces. Pero cada movimiento de esa coreografía ha tenido el efecto inverso. Al intentar revestir el proceso de un halo político, se ha confirmado que la motivación original no era jurídica, sino comunicativa, más bien política. La filtración del famoso mail —con datos procedentes de un expediente reservado y difundidos con la excusa de “defender la verdad”— encaja de forma milimétrica en el tipo penal del artículo 417 del Código Penal: revelación de secretos o informaciones no divulgables conocidas por razón del cargo. No hay que buscar dolo específico ni intención de dañar —que seguramente la había—; basta con que se haya quebrado el deber de sigilo inherente a la función pública.
La verdad, cuando se defiende vulnerando la ley, deja de ser verdad y se convierte en manipulación
Quienes sostienen que se trató de un ejercicio de transparencia olvidan que la transparencia institucional no se mide por lo que se revela, sino por la legalidad del procedimiento mediante el cual se comunica. La verdad, cuando se defiende vulnerando la ley, deja de ser verdad y se convierte en manipulación.
A lo largo del juicio, la línea de defensa ha ido mutando: de la negación inicial se pasó a la relativización, y de ahí al argumento de la “necesidad institucional” de salir al paso de informaciones falsas. Pero el derecho no admite esa lógica de urgencia moral. En un Estado de derecho, la finalidad no justifica el medio. Si un fiscal general utiliza su posición para difundir, directa o indirectamente, información de una causa, aunque sea para rectificar lo que considera una falsedad, incurre en responsabilidad.
Los indicios son abundantes y están entrelazados: el uso de canales internos para obtener la información difundida, las comunicaciones con subordinados que ejecutaron órdenes verbales sin registro documental, las omisiones selectivas en los informes posteriores y, sobre todo, los audios de Stampa, que revelan que ese comportamiento no fue aislado, sino parte de una estructura criminal de manipulación de datos, procesos y control de narrativas.
El tribunal no puede ni debe abstraerse de ese contexto, porque ahí radica la motivación del hecho. No se trató de un error puntual, sino de una práctica consolidada, de un modo de ejercer el poder que confunde la jerarquía con la impunidad. Por eso, cuando se analiza la prueba en su conjunto —las piezas, los silencios, los lapsus, los audios, los testimonios, las pruebas destruidas y la conducta procesal del acusado—, la conclusión se impone por la fuerza de la lógica: no habrá absolución.
La absolución sería una anomalía jurídica y un suicidio institucional. El tipo penal aplicado no admite amplios márgenes interpretativos: la revelación de un dato reservado es objetiva y el perjuicio para el bien jurídico protegido —la confianza en la neutralidad de la Fiscalía— es evidente. Además, una sentencia absolutoria dejaría abierta la puerta a que el máximo responsable del Ministerio Fiscal pudiera volver a filtrar información de causas en curso alegando razones de “interés público”. Sería el fin del principio de reserva y, con él, el de la independencia funcional del órgano.
Lo más probable es una condena con pena suficiente para provocar el cese automático del cargo. Pero más allá de la sanción, el daño ya está hecho. El Ministerio Fiscal sale de este proceso fragmentado, expuesto y despojado de la autoridad moral que debería guiarlo. La crisis no se resuelve con un relevo; exigirá una refundación ética y una depuración de prácticas que durante años se consideraron normales y se alentaron desde la cúpula fiscal, con más o menos cianuro.
Sin embargo, la derrota más profunda no será la del acusado, sino la de aquellos que creyeron que la realidad se construye a golpe de relato. Han confundido la sincronización mediática con la verdad, la estrategia de comunicación con la justicia y la lealtad institucional con el silencio cómplice. El derecho penal, con toda su frialdad analítica, tiene la virtud de desmontar esas ficciones. La sana crítica de los jueces no se deja impresionar por el ruido.
El juicio al fiscal general pasará a la historia no tanto por su resultado penal como por el símbolo que encarna: la constatación de que el poder, incluso el que se reviste de legalidad, puede corromper la verdad si no encuentra límites. Las instituciones no se sostienen sobre relatos, sino sobre hechos, y los hechos —por mucho que se intenten disimular— terminan emergiendo.
La noche podrá ser dinámica, pero la justicia, cuando despierta, es implacable.