El juicio a Álvaro García Ortiz ha desatado un intenso ruido mediático y político —como no podía ser de otra forma al sentarse en el banquillo el fiscal general—, amplificado por la comparecencia como testigos de varios periodistas que publicaron informaciones vinculadas al caso. En torno a esas declaraciones se ha intentado construir un relato que presenta el proceso como una amenaza a la libertad de prensa, cuando en realidad lo que se está discutiendo no es el ejercicio de esa libertad, sino la responsabilidad derivada de su uso. Se ha pretendido instalar la idea de que el secreto profesional de los periodistas es una suerte de amuleto que los protege frente a toda exigencia de veracidad o colaboración con la justicia. Sin embargo, desde un punto de vista jurídico, ese debate no existe. Tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) han delimitado con claridad el alcance y los límites de este derecho.
La confusión actual obedece, más que a una cuestión de Derecho, a la intención de mantener un relato político y mediático. Algunos sectores buscan transformar un principio de garantía —el secreto profesional— en un escudo absoluto que eleve la palabra periodística a categoría de verdad revelada. Pero el Derecho no se construye sobre relatos ni sobre intuiciones; se sostiene sobre principios, normas y jurisprudencia. Y en ese terreno, las reglas están claras: el secreto profesional es un derecho fundamental, sí, pero no ilimitado; una garantía institucional, pero no una patente de inmunidad, mucho menos de impunidad.
El examen conjunto de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (STC 6/1981, STC 24/2019 y STC 30/2022) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (casos Goodwin v. The United Kingdom, Voskuil v. The Netherlands y Sanoma Uitgevers B.V. v. The Netherlands) evidencia que el secreto profesional de los periodistas, aunque constituye un pilar esencial de la libertad de información y de prensa, no tiene un carácter absoluto. Este derecho, como todos los fundamentales, está sujeto a límites derivados de la necesidad de armonizarlo con otros bienes jurídicos y derechos fundamentales, particularmente los relacionados con la tutela judicial efectiva, la investigación penal o la protección de la seguridad y de los derechos de terceros.
En la STC 6/1981, el Tribunal Constitucional estableció por primera vez la necesidad de equilibrar la libertad de expresión e información con otros derechos fundamentales, advirtiendo que el ejercicio del derecho no puede realizarse al margen de la ley ni en detrimento de la dignidad, la intimidad o la seguridad nacional. La sentencia abrió el camino para la idea de que el secreto profesional del periodista no puede servir de escudo absoluto frente a las legítimas facultades de investigación de los poderes públicos. La libertad de prensa, decía implícitamente el Tribunal, se sostiene en la responsabilidad y en el respeto a los demás derechos constitucionales.
La STC 24/2019 reforzó esta visión al afirmar que el secreto profesional no confiere una inmunidad plena. La protección de las fuentes informativas, aunque crucial para el funcionamiento del periodismo libre, puede ceder en supuestos excepcionales, siempre que la limitación esté fundada en un interés constitucionalmente relevante, sea necesaria y proporcionada, y se adopte bajo control judicial estricto. El Tribunal reconoció que la libertad de información no ampara la ocultación de ilícitos ni puede invocarse para impedir la persecución de delitos graves o la defensa de derechos fundamentales de terceros.
La STC 30/2022, dictada en el contexto del “caso Cursach”, fue aún más explícita al sostener que las medidas de investigación que afecten a periodistas —como la intervención de dispositivos o la obtención de registros de comunicaciones— pueden ser legítimas cuando persiguen fines constitucionalmente relevantes, como el esclarecimiento de delitos o la protección del orden público, siempre que se realicen con respeto a los principios de proporcionalidad, necesidad y control judicial. El Tribunal subrayó que el secreto profesional no es un derecho incondicional y que su ejercicio debe enmarcarse en el deber general de colaboración con la justicia cuando está en juego la eficacia del sistema penal o la defensa de valores superiores del orden constitucional.
En el ámbito europeo, la doctrina del TEDH ha sido igualmente clara y coherente. En el caso Goodwin v. The United Kingdom (1996), el Tribunal reconoció el derecho de los periodistas a no revelar sus fuentes como un elemento esencial de la libertad de expresión protegida por el artículo 10 del Convenio. Sin embargo, y esto resulta fundamental, precisó que esa protección no es absoluta. Puede ceder cuando la revelación sea “necesaria en una sociedad democrática” para proteger intereses legítimos, como la seguridad nacional, la prevención del delito o la protección de los derechos ajenos. Goodwin estableció así el marco de ponderación que seguirían después Voskuil y Sanoma: la necesidad, la proporcionalidad y el control judicial estricto como condiciones para cualquier restricción.
En Voskuil v. The Netherlands (2007), el Tribunal reconoció la importancia de proteger las fuentes periodísticas, pero admitió que esa protección puede restringirse cuando sea imprescindible para salvaguardar otros intereses de igual rango constitucional. Y en Sanoma Uitgevers B.V. v. The Netherlands (2010), el TEDH reiteró que las medidas que afecten al secreto profesional solo son compatibles con el Convenio cuando responden a una necesidad social imperiosa y guardan una proporcionalidad estricta con el fin perseguido. En todos estos casos, el Tribunal insistió en que la restricción debe ser la excepción, nunca la regla, y que el control judicial previo es la salvaguarda esencial frente a cualquier abuso.
De este modo, tanto la jurisprudencia nacional como la europea coinciden en una idea central: el secreto profesional periodístico no es un privilegio personal del periodista, sino un instrumento funcional al servicio del interés público. Su finalidad es garantizar el libre flujo de información en una sociedad democrática, pero sin desplazar el principio de legalidad ni el derecho de todos a la justicia. No puede ser invocado para obstaculizar investigaciones legítimas, encubrir delitos o impedir la reparación de víctimas. En otras palabras, el periodismo libre no se sostiene en la opacidad, sino en la responsabilidad.
La justicia no puede ser rehén del silencio ni el periodismo puede servir de escudo para perpetuar una injusticia
Esa responsabilidad cobra especial relevancia cuando el secreto profesional entra en conflicto con el derecho a un juicio justo o con la posibilidad de que un inocente sea condenado. En tales circunstancias, el deber de confidencialidad debe ceder ante el principio de justicia material y el derecho de defensa. Así lo exige tanto el artículo 24 de la Constitución española como el artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Si la negativa del periodista a revelar una fuente o una información crucial pudiera mantener una condena injusta o impedir la exoneración de un inocente, el secreto debe levantarse, siempre mediante resolución judicial motivada y proporcionada. Porque la justicia no puede ser rehén del silencio ni el periodismo puede servir de escudo para perpetuar una injusticia. Por eso, no se entiende lo sucedido en este juicio, dado que se invoca el secreto profesional pero no se añade ni se aporta más prueba que la palabra del periodista, como si esta fuera sagrada e imbatible y, además, se advierte al Tribunal de que están juzgando a un inocente, sin más añadidos que el coro concertado de titulares de medios afines al acusado, apoyando esta sacrosanta tesis del periodista.
Así, resulta engañoso hablar hoy de un “debate” jurídico o moral sobre el secreto profesional. No lo hay. Lo que existe es un intento de desplazar el eje de la discusión: del Derecho a la percepción, de la jurisprudencia a la emoción. Lo que se está librando no es una batalla jurídica, sino comunicativa. Se pretende instalar la idea de que los periodistas llamados a declarar están siendo perseguidos por cumplir con su función, cuando lo que se les pide no es vulnerar su derecho, sino colaborar con la justicia dentro de los límites que el propio ordenamiento reconoce.
Convertir el secreto profesional en un símbolo de resistencia política o mediática es, en el fondo, degradar su sentido. El periodista no está por encima de la ley, del mismo modo que el juez no está por encima de la verdad. Ambos comparten una responsabilidad: contribuir a que la sociedad acceda a la verdad, cada uno desde su ámbito y conforme a su función. Cuando el periodismo abdica de esa responsabilidad, deja de servir al interés público y se convierte en actor político.
El juicio a Álvaro García Ortiz, más allá de sus consecuencias jurídicas, deja al descubierto esa deriva: la tentación de sustituir la verdad judicial por la verdad mediática. No se trata de silenciar la prensa, sino de recordar que la libertad no es impunidad y que los derechos no son absolutos. El secreto profesional del periodista es una conquista del Estado de derecho, pero también una obligación moral de ejercerlo con rigor, honestidad y respeto a los demás derechos en juego.
En una época en la que la información se confunde con la opinión y la inmediatez desplaza a la veracidad, recuperar el sentido jurídico de las cosas es un acto de higiene democrática. El Derecho ofrece certezas donde el ruido busca confusión. El secreto profesional existe para proteger la libertad de información, no para amparar la irresponsabilidad. Y el verdadero periodismo —el que investiga, contrasta y responde ante la verdad— no necesita escudos simbólicos, sino el reconocimiento de su compromiso con la justicia y la sociedad. Porque la libertad de prensa no se defiende con relatos: se defiende con verdad, con ética, sin censura y con responsabilidad.