A principios de los años noventa del siglo pasado y antes de la normalización del debate sobre el cambio climático, el filósofo Michel Serres escribía Le contrat naturel, un buen libro que hizo cierta fortuna porque imploraba la necesidad de ampliar el contrato social entre hombres y mujeres en el entorno ambiental, un nuevo pacto "de simbiosis y de reciprocidad en el que nuestra relación con las cosas abandonaría el dominio y la posesión por la escucha admirativa, la contemplación y el respeto, en el que el conocimiento ya no supondría la propiedad, ni la acción el hecho de imponerse". Leído ahora, con el mundo desvelado en noches cada vez más tórridas, sería muy fácil acusar a Serres de naif. Para ser justos, la humanidad ha avanzado en la legislación climática y el planeta Tierra (también sus objetos) ya conforman un fundamento de derecho. Pero la simbiosis que pedía Serres es una pretensión todavía quimérica.

Con la perspectiva de un 68% de la población mundial viviendo en las ciudades en 2050 (a pesar de las revoluciones arquitectónicas naturalistas, las zonas urbanas son por definición autistas hacia el entorno), la alienación del medio ambiente resultará imparable. No se puede experimentar simbiosis o empatía con lo que no se ve. Por otra parte, firmen los tratados que firmen, los países en vías de desarrollo o de industrialización masiva como China no aceptarán restricciones que sus potencias rivales no han tenido que sufrir durante el siglo XX. Después de décadas de agresión no puede haber contrato y, hoy por hoy, aunque se pusiera toda la voluntad del mundo, la naturaleza ya se encuentra en proceso de venganza. La angustia climática no radica en esta sensación de fuego que nos destroza la piel y nos mete en una especie de resfriado mental; es la indefensión contra una gran vendetta.

Con la perspectiva de un 68% de la población mundial viviendo en las ciudades en 2050, la alienación del medio ambiente resultará imparable. No se puede experimentar simbiosis o empatía con lo que no se ve

Es normal que suframos angustia durante estos días, pues somos conscientes de que el presente bochorno es sólo la primera crisis de una cascada de temperaturas extremas que se radicalizará en el futuro. Durante mucho tiempo hemos puesto peros, nos hemos burlado un poco de ello incluso... pero ahora la gente que muere de calor ya no son indígenas de parajes lejanos ni bosquimanos que danzan entre espíritus; son el basurero o el peón que trabajan a pocos metros de casa. La venganza de la naturaleza ha empezado con aires de comedia; este verano, Instagram ha cambiado las fotografías de gente enseñando las pezuñas en la playa por las instantáneas de bosques del norte donde los usuarios destacaban las temperaturas invernales de los pueblos gélidos. Todo eso todavía tiene mucho de jijí jajá y de cachondeo de exiliados climáticos de agosto que se van a la montaña, pero bajo la anécdota está el miedo de un desierto futuro.

El otoño y la primavera empezarán muy pronto a necesitar un museo que los recuerde. Cuando acabe septiembre volveremos al invierno sin ninguna clase de tibiez mediadora entre estaciones. La venganza de la naturaleza es el retorno a una caza de lobos en la que somos el eslabón más débil. Me temo que no llegamos a tiempo ni a escribir un nuevo contrato para salvarnos. Haces bien en tener miedo.