Europa nos observa, y lo hace con la crudeza de quien ya no se sorprende, de quien asume que la corrupción en las instituciones políticas españolas ha dejado de ser noticia para convertirse en síntoma.
Esta semana, el Consejo de Europa, a través de su Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), ha lanzado un informe cuya lectura debería estremecer a cualquiera que aspire a una democracia de calidad: España sigue suspendiendo en integridad, transparencia y, lo más alarmante, en voluntad política para revertir lo inaceptable.
Tal como recoge Euractiv, el reciente informe del GRECO denuncia la lentitud de España en aplicar recomendaciones esenciales: “El Consejo de Europa critica duramente a España por la inacción ante la corrupción política”, nos apunta el titular. Para usted y para mí, como para el común de los mortales que habitan esta piel de toro, la alarma no es nueva. Desde hace años, la institución europea exige avances concretos en la regulación de influencias, en la protección de denunciantes y en la independencia real del Poder Judicial. Y sigue insistiendo ante lo que, ya resulta evidente, no puede ser fruto del desconocimiento, sino de la preocupante inacción política.
Del informe oficial se desprenden ideas que no deberían dejar indiferente a nadie. El GRECO lamenta que España no ha adoptado medidas suficientes para asegurar que altos cargos y miembros del Parlamento rindan cuentas, ni para prevenir conflictos de interés: el portal de intereses económicos de diputados y senadores sigue deficientemente actualizado, los sistemas de control son laxos y, tal vez lo más sensible, el acceso ciudadano a la información se enfrenta a barreras innecesarias en la práctica, pese a la existencia formal de leyes de transparencia. O sea, que se legisla en algunos casos; pero entre tanta maraña burocrática, se perdió evaporado eso que llaman “espíritu de la ley”. A no ser que exista un superespíritu, otro superior, que precisamente lo que quiera sea que aquí no se busque al chorizo ni se viva con justicia social. Que todo puede ser, y esto de los espíritus, ya se sabe… hay que dejarlo para el misterio.
Así que, hay colleja para los políticos, porque dicen mucho y no hacen nada. Y cuando se deciden a redactar alguna ley, parece que la cosa se lía más todavía y cada cual hace de su manta un sayo.
Pero luego están los jueces. O sea, esos que tienen que interpretar la dichosa ley, buscarle el espíritu y encomendarse al deseo de los dioses… porque según dice el GRECO, la judicatura, por su parte, continúa bajo la sombra de la politización. El órgano de gobierno de los jueces sigue designado en parte por intereses políticos, y el GRECO constata la urgencia de dotar a España de una justicia despojada de interferencias —lo que arrastra décadas de promesas incumplidas—. Vuelven a aparecer por aquí sobrevolando los políticos, que son los que se pasan el día prometiendo monsergas para tratar de garantizar la independencia judicial…. Gracias a esas leyes y medidas que ellos van a desarrollar, como si fuera una “gracia” gubernamental, un detalle con sus señorías, y ya de paso, pues si pueden, hacen la ley a la manera de colocar por cuartos turnos a quien sea menester. O eso parece con la ley Bolaños, otra de las medidas que parecen venir a solucionar problemas, y en realidad, insisten en seguir cavando hacia el fondo.
España sigue suspendiendo en integridad, transparencia y, lo más alarmante, en voluntad política para revertir lo inaceptable
No hablamos de tecnicismos abstractos, hablamos del día a día. Una democracia de fachada abre la puerta para que quienes han detentado y detentan el poder sigan blindados ante el escrutinio, para que el silencio y el miedo a denunciar sean moneda corriente, para que el ejemplo se dé desde arriba… pero el ejemplo que pesa es el de la impunidad.
Estas grietas institucionales nos afectan a todos. La sensación de que, gobierne quien gobierne, la corrupción es una constante, termina abonando el terreno para la desconfianza y para la desafección hacia la política. Y es que, los informes GRECO se vienen repitiendo y, como gota incesante, ponen el foco siempre en lo mismo.
Lo más preocupante, por si esto no fuera suficiente, es que no es solo España. El contexto europeo muestra que no somos una excepción, aunque la magnitud y la duración de estos déficits nos hacen especialmente vulnerables.
Permítanme, desde aquí, invitar a la reflexión:
¿Por qué no exigimos mecanismos de control independientes para la designación de jueces?
¿Por qué no garantizamos la protección real para aquellas voces valientes que denuncian la corrupción desde dentro?
¿Y si la transparencia no dependiera de la voluntad política, sino de la obligación legal, sancionada de forma automática en caso de incumplimiento?
No se trata solo, como recuerda el GRECO, de tomar nota de las recomendaciones, sino de entender que ignorarlas tiene un doble precio: uno jurídico —la posible intervención europea—, pero sobre todo uno social —la erosión definitiva de la confianza ciudadana en sus instituciones—.
La ciudadanía no puede renunciar a su derecho a una democracia decente ni resignarse ante la inercia de la corrupción. Es momento de exigir respuestas, pero sobre todo de construirlas colectivamente.