Este fin de semana, Harvard ha celebrado su commencement, un acto de clausura del año académico que va mucho más allá de un simple acto de graduación. Es una liturgia laica del prestigio por excelencia: discursos cargados de elocuencia, birretes lanzados al cielo, familias llegadas de todas partes y una constelación de antiguos alumnos que convergen para renovar —con emoción, orgullo y donaciones jugosas— su vínculo con una de las instituciones más influyentes del mundo. Todo ello, un espectáculo de tradición y poder simbólico que este año se ha visto enturbiado por una guerra abierta con nombre propio: Donald J. Trump.
Hace unas semanas, en un discurso en Green Bay delante de los suyos, el presidente calificó a Harvard de “bastión del radicalismo” afirmando que es la personificación de la hegemonía ideológica progresista que amenaza los cimientos de la nación. Pero su ofensiva no es solo verbal: la administración federal ha congelado 2.200 millones de dólares en subvenciones de investigación destinadas a la universidad y ha iniciado una revisión del estatus fiscal de su fondo patrimonial, el mítico endowment de Harvard que, con más de 50.000 millones de dólares, supera el PIB de 120 países. Este capital —conformado a lo largo de décadas gracias a donaciones privadas— no es un simple tesoro inmóvil: genera rendimientos anuales que financian la mayor parte de la investigación, las becas y los proyectos estratégicos del campus. Ahora, Trump, en una maniobra de carácter claramente político, pretende hacer tambalearse los cimientos de la universidad sometiendo este capital estratégico a una mayor carga impositiva.
Al mismo tiempo, Trump criticó que los estudiantes americanos más brillantes no puedan acceder a una de las mejores universidades del país por culpa de un exceso de estudiantes internacionales y anunció que los limitará a un máximo del 15% —actualmente representan el 27% del alumnado. Al ver que la universidad no se doblaba ante esta advertencia, hace unos días la Casa Blanca ha decidido ir más allá iniciando los trámites para revocar el programa de visados que permite a Harvard acoger a estudiantes internacionales.
Harvard, consciente de que se juega mucho más que su futuro y prestigio, ha reaccionado con la celeridad de una institución que asume como deber la defensa misma del principio de libertad académica. La universidad, alegando represalias ideológicas y de discriminación política, ha interpuesto en tiempo récord una demanda judicial fundamentada en la Primera Enmienda de la Constitución americana y en la misma Ley de Derechos Civiles de 1964.
Para entender el alcance de esta ofensiva, sin embargo, hay que comprender de dónde proviene esta animadversión. Harvard no es solo una universidad: es un símbolo. En el imaginario colectivo, representa al mismo tiempo la excelencia meritocrática y la arrogancia de unas élites culturales que, desde la costa este, marcan el tono del pensamiento liberal en Estados Unidos. Es por eso que se habla del efecto “H-bomb”: el impacto que provoca confesar que uno ha estudiado en Harvard. En círculos trumpistas, Harvard encarna aquello que más desean combatir: cosmopolitismo, sofisticación intelectual y una supuesta superioridad moral.
Cuando el poder se siente amenazado por el pensamiento crítico, la universidad se convierte en el blanco preferido
La hegemonía progresista en el campus es evidente. Según una encuesta publicada por The Harvard Crimson en el año 2023, el 45% del profesorado de la Faculty of Arts and Sciences —el corazón del campus— se identificaba como liberal (hay que leer progresista en términos europeos), y un 32% como muy liberal. Solo un 20% se definían como moderados, mientras que los profesores conservadores representaban un escaso 3%. Puedo hablar también desde la experiencia: después de casi una década como profesora e investigadora en la Harvard Kennedy School, puedo contar con los dedos de una mano los colegas que se declaraban abiertamente republicanos.
Reconozcamos por un momento que este desequilibrio ideológico no es inocuo. Voces críticas dentro de la misma institución, como la del prestigioso jurista Cass Sunstein, han alertado de los peligros de una homogeneidad excesiva de ideas, especialmente cuando puede afectar a la orientación de la investigación o la misma capacidad de acoger el disenso. Ahora bien, eso no quiere decir equiparar pluralidad con paridad entre verdades y falsedades: una supuesta apertura no obliga a dar voz a los creacionistas en la facultad de biología ni, a los antivacunas, en la de Medicina. El reto es, pues, evitar que el pensamiento crítico sea secuestrado por ningún dogma.
Lo que está en juego, sin embargo, pasa de largo los muros de Cambridge-Massachusetts. Otros ejemplos los encontramos en Hungría, donde el gobierno de Orbán forzó el cierre de la Universidad Centroeuropea, vinculada a George Soros y considerada un bastión del pensamiento liberal. En el Brasil, durante el mandato de Bolsonaro, se aplicaron drásticos recortes de fondos destinados a las humanidades, que sin tapujos eran calificadas de “cunas del marxismo”. En Polonia, se han aprobado no hace demasiado nuevos currículums escolares que esquivan el debate sobre el Holocausto y edulcoran el pasado autoritario del país.
La batalla por Harvard no es solo un episodio norteamericano, sino una alerta para toda la sociedad. Cuando el poder se siente amenazado por el pensamiento crítico, la universidad se convierte en el blanco preferido. Este panorama nos interpela también desde aquí. Las universidades catalanas no se pueden quedar indiferentes ante esta erosión global de la libertad académica. Solidarizarse con Harvard —y con cualquier universidad que sufra injerencias autoritarias— es un imperativo ético. Si no defendemos ahora la libertad intelectual, quizás nos daremos cuenta demasiado tarde de que sin universidades libres no hay democracia, ni progreso, ni futuro.